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En las primeras pandemias familiares de piojos me pareció una bendición ser el único habitante de la casa inmune al invasor. Todos sin excepción se terminaban rascando la cabeza tarde o temprano, todos menos yo. Lo que en un principio parecía un don se ha convertido, poco a poco, en la peor de las pesadillas. Primero empecé a dudar de la calidad de mi sangre, capaz de repugnar hasta al más vil de los parásitos. Descartada la teoría hematológica con costosos análisis y contraanálisis, empecé a sospechar que mi incapacidad crónica para hospedar piojos podía deberse a mi comportamiento. Llevo varias semanas observando a escondidas a mi familia, voy apuntando todo en un diario. He descubierto que entre ellos se abrazan varias veces al día, que se pueden quedar dormidos unos encima de otros en sofá y que no prestan ninguna atención a si sus cabezas entran o no en contacto. Por otra parte, también he percibido cierta hostilidad en el grupo cuando hago anotaciones en mi libreta de campo. En mi presencia han empezado a hablar en susurros, creo que mi diferencia me está alejando. Como la situación me parecía insostenible, esta mañana me encerrado durante una hora en el baño, al salir he soltado un par de blasfemias y he contado a mi familia que tengo piojos. Todos han corrido a abrazarme llorando y hemos formado una preciosa piña. Espero que no me descubran.

Texto agregado el 08-10-2015, y leído por 183 visitantes. (0 votos)


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