_Excuse me, ¿this is the hot water´s town?
La delgada turista me observa detenidamente, sus ojos color celeste esperan con ansias la respuesta. De una estampa diminuta y un tono de piel blanquísimo, pienso que su cuerpo seguramente adquirirá prontamente tintes de color escarlata al ser calada por los fuertes rayos de sol. Radiación que escapa entre los recodos de la madera que forman la techumbre. Con un precario conocimiento de su lengua (Aprendida por las cientos de horas viendo películas subtituladas), le respondo que así es. Que estamos en la estación de trenes del pueblo de Aguas Calientes. Me sonríe y echándose sobre la espalda una pesada mochila se aleja en pos de sus propios asuntos.
Tomando la mano de Paola la guío con paso seguro, adentrándonos rápidamente en las fauces de la pequeña feria de artesanos. Lo primero que llama la atención y definitivamente te da la bienvenida, es el dulce aroma a cielo azul. Aquel aroma que dejaste allá lejos, muy atrás, demasiado perdido entre los recuerdos de tu grata niñez. Recuerdo olvidado por el nauseabundo olor de las grandes urbes de concreto; Mugriento e industrial aire esparcido por la salvaje civilización.
Aprieto su mano para no perderla entre las cientos de personas que desertando de la estación de ferrocarriles huyen desordenadamente, más cuando logramos trepar por el estrecho puentecillo cae sobre nosotros una docena de sencillos carteles. Improvisadas pizarras de cartón y papel con los mas variados nombres y apellidos, desiguales e innombrables sílabas pregonadas por los trabajadores de los hoteles locales, tratando de encontrar entre la multitud sus reservas.
Optamos por el camino de la izquierda, es el menos transitado. Paola pregunta a un lugareño por la salida hacia la plaza central, y él nos indica la dirección moviendo el dedo índice. Apresurándonos tomamos la ruta, vía sumergida entre los más variados y esponjosos chalecos, gorros, guantes, pantalones y un largo etcétera fabricado con lana de alpaca; sendero artesanal coloreado por los hermosos tonos del arcoíris. Escenas altiplánicas dibujadas magistralmente en cada plato, fuente, o taza de madera; príncipes y antiguos reyes decoran las tonalidades de las telas, asombrando nuestras vista con las ornamentaciones de plata y oro.
Junto al acceso de salida una viejísima abuela vende unas dulces y aromáticas mazorcas de maiz, los guisa a fuego lento dentro de una humeante y hollinada marmita. Tengo que alejar a tirones a Paola; Sé que para ella esta oportunidad significa una atractiva y extendida charla con la octogenaria, degustando cada uno de los granos de sus productos. La miro y ella sólo me dice_ Te odio_ Ambos reímos, intuyo que piensa lo mismo.
La plaza central se alza en medio del pueblo de Aguas Calientes, Aldea rodeada por altísimas montañas, jubilosas eminencias coloreadas de verde, tinturas obsequiadas por el divino espíritu de la madre naturaleza. Cercados por una corona de seis magnánimos dedos de sólida roca que se alzan kilómetros hacia el cielo infinito, separándonos del efímero mundo actual, dándole a este edén la lejanía necesaria para mantenernos separados de la fuerza destructora del hombre y su progreso. Acercándonos a la poesía perfecta que buscaba en la creación el dios vivo.
Un nutrido sin fin de construcciones de madera se transmuta y convive equilibradamente con cada flor, con cada roca, con cada insecto, con cada pajarillo que alegra este rincón del planeta. Buscamos refugio de los abrazadores rayos solares bajo la sombra proyectada por la estatua del inca Pachacútec. Abrazo a Paola y comenzamos a reír, una alegría proyectada desde lo más profundo de mi alma, sobrepasando mi cansado cuerpo. Excediendo por lejos el precario concepto de hermosura y felicidad de mi espíritu eterno… Me siento pequeño. Dios, es lo más hermoso que he visto en mi vida.