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Los que transitan por el Barrio de San Cristóbal, se van a encontrar con un triángulo de terreno, hoy vacío, delimitado por la calle Urquiza, Cochabamba y el Pasaje Oruro.
Quienes conocen el barrio de antaño, esos que iban a jugar a las bolitas a la Plaza Martín Fierro, por las tardes o a las escondidas por las noches, cuando todavía se podía jugar sin peligro, saben que en ese triángulo donde hoy habita la nada, muchos años atrás estaba la famosa casa de Tres Cuartos.
Nunca se supo bien porque le pusieron ese nombre, si porque realmente tenía solo tres cuartos, (como en realidad era), o porque ocupaba una caprichosa porción de manzana de forma triangular, aunque si bien se mira, en la actualidad no se entiende el trazado de este pasaje angosto, pero en viejas épocas, por allí transitaba el Tren de las Basuras, que unía la actual estación Once con el Riachuelo para alivianar los desechos de la ciudad.
La casa de Tres Cuartos, era una casa baja, tipo chorizo, con un patio de baldosas moctar, marrones, que seguramente al momento en que las colocaron ya estaban gastadas, al fondo del patio, estaba una cocinilla pequeña y estrecha y un baño, más pequeño aún, tan solo con un inodoro, un lavabo y una ducha alimentada con alcohol de quemar.
Se había escamoteado espacio en la construcción de estos ambientes, para preservar una vieja higuera de Esmirna, a cuyo lado, un piletón servía tanto para lavar la ropa y los utensilios de cocina, como para el aseo personal, el resto del patio estaba cubierto por una parra de uva chinche.
Como acentuando el misterio que el Pasaje encierra y que contagia a la casa, cerraban el patio, por el lado de Oruro, tres cuartos de unos seis por seis metros, con un altísimo techo coronado por rieles de ferrocarril que servían de vigas al techo de tejas. El cuarto del medio era el único que ofrecía salida a la calle por medio de una puerta pintada de un viejo verde oscuro.
Anastas Boyko, un búlgaro que supo ser motorman del viejo tren de la Basura, se instaló en el terreno sobre principios de 1900, y comenzó a construir su vivienda a pulmón.
Extrañamente, antes de cercar su propiedad o levantar paredes, Anastas construyó un amplio y profundo sótano en el primero de los tres cuartos; una vez que lo hubo terminado, si se dedicó a terminar su vivienda.
Unos años después de que estuvo lista, Anastas desapareció del barrio por un tiempo prolongado, al cabo del cual, regresó con una mujer algo rolliza, de cabellera rubia, ensortijada, dueña de unos increíbles ojos color miel.
La mujer entró en la casa y nunca más se la volvió a ver salir sola, únicamente los domingos resurgía tomada del brazo por Anastas, caminaban hasta la por entonces, calle San Juan, tomaban el tranvía hasta el bajo, se metían en la Iglesia Ortodoxa un par de horas, y luego volvía con el mismo tranvía por la calle Humberto Primo, desandaban las cuadras hasta la casa y desaparecía por el resto de la semana.
Hubo quienes dicen que en alguna época se escucharon llantos de niños, otros aseguran que lo que se escuchaba como gemidos o sollozos, no era más que el roce de la vieja higuera en las tejas del techo de la casa.
Lo cierto, es que en algún momento de los años 60, Anastas Boiko dejó de aparecer por el pasaje Oruro y a nadie le llamó la atención porque no era hombre de tener amigos.
La casa quedó abandonada y el tiempo, las enredaderas, más de una rata y la vieja parra de uva chinche la fueron envolviendo. Por el 65, una noche de tormenta, la higuera de Esmirna dijo basta y se derrumbó sobre el baño y la cocina.
Los tranvías dejaron de existir, el barrio se fue metiendo en una quietud de media tarde acostumbrado a una rutina porteña sin cambios aparentes.
Hasta que por el año 77 alguien tuvo la idea de construir una autopista que atravesara la ciudad y se comenzaron a expropiar viviendas y a derrumbarlas para dar paso a esa nueva vía de comunicación.
El triángulo de las calles Urquiza, Cochabamba y el Pasaje Oruro, no se salvó de la demolición, no tanto porque por allí pasara la nueva autopista, sino por una cuestión de urgente necesidad: en algún lado había que levantar el pañol de materiales de las empresas constructoras.
Palas mecánicas y obreros, maza en mano, se dieron a la tarea de abatir las carcomidas paredes. Por un azar del destino, el primero de los tres cuartos, el que tenía el sótano, fue el último en ser demolido, caída una de las paredes, los trabajadores, entre el polvo que flotaba en el aire y el olor a encerrado, entrevieron una silla colocada en el centro de la habitación y ningún otro mueble.
Un viejo overol, carcomido, mal sostenía lo poco que quedaba de un esqueleto, cuyos huesos, en su mayor parte estaban sobre el piso.
Debajo de la silla, una puerta sellaba la entrada al sótano, cuando fue abierta, una trabajada escalera de madera, permitió que descendieran algunos hombres para investigar el aposento.
Solo encontraron una batita de bebé dentro de una antigua cuna, una carta de despedida fechada en marzo del 62 y los restos de un pasaje para el buque Anselm IV, con fecha de partida el 7 de abril de 1962. Destino: Estambul.

Texto agregado el 06-10-2015, y leído por 170 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-10-2015 ¡ Qué historia macabra encerraba esas paredes, y cuánto tiempo se necesita para descubrirlas... Imagino la sorpresa de esos obreros. Excelente relato. Felicitaciones por este recuerdo urbano. hgiordan
 
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