Emilia nació con menos de dos kilos y la incubadora fue su primer hogar. Mi señora y yo nos turnábamos para no dejarla nunca sola, ella lucía confortable ahí adentro. Todo hacía presumir que sería cuestión de semanas, pero cuando llegó al peso adecuado, sucedió algo que sorprendió a todos los médicos y enfermeras de la sala. Cada vez que intentaban sacarla de la incubadora, Emilia se retorcía con vómitos y convulsiones, sólo se calmaba cuando la volvían a meter en su ambiente de vidrios y tubos. Los médicos no le encontraban explicación a ese comportamiento, nos dijeron que no había antecedentes de algo semejante. Repitió ese comportamiento en cada intento. Luego, cuando cumplió un año, cansada de tanto vómito y convulsión, sorpresivamente abrió los ojos por primera vez en su vida y sonrió, había decidido que ya era suficiente, abandonó su hogar artificial e ingresó a nuestra casa.
Apenas llegó a nuestro hogar se adaptó de inmediato. Cuando tenía hambre miraba fijamente el pecho de su madre y cuando quería dormir simplemente cerraba sus ojos, plácidamente. Desde muy pequeña transmitía esa tranquilidad que solo poseen los elegidos o los ignorantes.
En las reuniones con nuestros amigos era inevitable hablar del cansancio y la falta de sueño que todos sufrían a causa de sus hijos pequeños. Nosotros éramos la excepción, la envidia para cada uno de ellos. Emilia solo transmitía paz y alegría.
A medida que iba creciendo se ponía más y más hermosa, sus largos bucles rubios, enlazados siempre con dos moños rojos, cautivaban a todos y en la escuela era la preferida de las maestras. El primer día de clases se sentó en su banquito y nos saludó con la mano. Nosotros dudamos, pero ella insistía agitando su mano vehementemente, rodeada de compañeritos que lloraban en los brazos de padres, tíos, abuelos. Buscamos con la mirada a la maestra y ella nos tranquilizó:
- Es común que esto suceda, quédense cerca de la puerta de la escuela que seguramente en un ratito va a pedir por ustedes a los gritos, dijo riéndose.
Nos quedamos en la esquina, alertas, pero no sucedió nada, en el horario de salida se abrieron las puertas y ahí estaba Emilia, esperándonos con una amplia sonrisa. En los actos patrios, siempre estaba presente en el escenario, recitando de memoria párrafos que provocaban murmullos de admiración entre los asistentes.
A veces, su madre y yo nos ocultábamos detrás de la escalera durante horas para observarla mientras jugaba con sus muñecas. A algunas les hablaba en voz alta y las colocaba en la repisa, a otras las desnudaba y las volvía a vestir dándole besos en la boca y a unas pocas las desarmaba, les sacaba la cabeza, los bracitos y las piernas, arrojándolas a un rincón. Luego las ordenaba prolijamente en la alfombra, y apuntándoles con el dedo índice les susurraba algo al oído que parecía ser una amenaza. Nosotros la mirábamos embelesados, nunca imaginamos que una niña de tan solo cinco años pudiera tener tanto autodeterminismo.
El nacimiento de su hermana fue traumático para Emilia. Su madre, apenas quedó embarazada, sugirió que Manuela comenzara terapia , a lo cual me opuse férreamente. Cuando mi señora cumplió los tres meses de embarazo, llevamos a Emilia al consultorio de la Doctora Anselmi, colega y socia de mi señora. La Doctora Anselmi nos comentó su sorpresa por el grado de madurez de Emilia y su mirada hacia la vida. En una ocasión, Emilia le manifestó su preocupación por el sufrimiento de sus bisabuelos, de quienes nunca había oído una palabra. Aunque la Doctora lo intentó en repetidas oportunidades, nunca pudo saber que pensaba Emilia de su hermana recién nacida.
Al principio Emilia compartía la habitación con su hermana, lo que no fue nada sencillo. La Doctora Anselmi había objetado esa decisión, dado que Emilia manifestaba un encono muy profundo por los llantos permanentes de su hermana. Para ese entonces la Doctora veía a Emilia dos o tres veces a la semana y los viernes asistíamos los tres a una reunión grupal. La doctora insistía con la necesidad de mantener la privacidad de Emilia, pero pese a su consejo, me tuve que negar dado que nuestro presupuesto no nos permitía encarar una mudanza. Tiempo después comprendimos que la Doctora Anselmi tenía razón.
Una noche, nuestras hijas se fueron a dormir temprano debido a que había invitado a cenar a mi jefe y su esposa por su vigésimo aniversario de casados. La velada transcurría placenteramente, mi señora había preparado un delicioso pollo al limón y ya estábamos bebiendo la segunda botella del excelente vino que habían traído nuestros agasajados. El suave sonido del cuarteto de Mozart acompaña nuestra amena charla, cuando escuchamos un sonido sordo que provenía de la habitación de las niñas.
Apenas abrimos la puerta de la habitación nos chocó la temperatura helada. Emilia estaba parada en el medio del cuarto sosteniendo a su hermana del cuello. Nos miró un instante, dejó a su hermana suavemente en la alfombra, le dió un beso en la cabeza y sonriendo volvió a meterse en su cama. Apenas se acostó la temperatura volvió a la normalidad y su hermanita comenzó a respirar nuevamente.
A partir de ese incidente nunca más pude ver a mi jefe a los ojos y tuve que buscar otro trabajo.
Luego de padecer seis meses de terapia intensiva, la bebé se recuperó y mudamos su cuna al pié de nuestra cama. Yo cumplí mi promesa a Dios y empezamos a asistir todos los domingos a la Iglesia. Cuando íbamos a rezar, Emilia cambiaba completamente, de alguna forma me recordaba su largo período en la incubadora.
La Doctora Anselmi renunció a seguir atendiéndola, nunca más escuchamos hablar de ella. Mi señora buscó otras alternativas para Emilia, yo me refugié en mi fe y los rezos.
A medida que fueron pasando los años Emilia fue creciendo sana y feliz, según los reportes de la psiquiatra, la nueva socia de mi señora.
Un día, cuando ya tenía catorce años, Emilia hizo un comentario mientras cenábamos:
- Mamá, Papá, anoche hablé con Belcebú.
Su madre y yo nos miramos largamente, y continuó:
- No me llamaba por mi nombre, insistía en llamarme Drugia o algo así.
- ¿Cómo?, pregunté.
No me contestó. Cerró los ojos y recitó:
- Tú has visto lo que ha hecho 'Asa'el, como ha enseñado toda injusticia sobre la tierra y revelado los secretos eternos que se cumplen en los cielos.
Esa noche, tres de septiembre de 1959, fue la última vez que la vimos.
La mañana siguiente encontramos la cama vacía, las sábanas estaban heladas, no había dejado ningún recado. |