Despierto abruptamente, sobresaltado olvido por algunos segundos donde me encuentro. La máquina mantiene su pesada marcha sobre el seco asfalto; silenciosa y perezosa viaja sobre el serpenteante y nocturna ruta.
Desperezándome ruidosamente caigo en cuenta que aun es de noche, al mirar por la ventana me tropiezo con el persistente desfile del paisaje adornado solo por desérticas lomas y áridos cerros.
Los demás pasajeros duermen placidamente, una serenata de calmados, monótonos, y rumiantes sonidos avalan mi observación. Pequeñas lucecillas artificiales impiden la oscuridad absoluta adentro del bus, iluminando los recodos de acceso así como las salidas, luminosas indicaciones por pasillos de escape en caso de alguna emergencia.
La luz de la luna se filtra por el grueso cristal de mi ventana, y en plenitud el manto interminable de estrellas salpica de alegrías el desolado paisaje.
Unas pronunciadas y cerradas curvas hacen que el medio de transporte se balanceé perezosamente de costado a costado, hay en la atmósfera una suave oscilación que invita a la ensoñación.
Alzando la mirada me percato, sorprendiéndome enredado en mil pensares. Es una danza, un baile eterno de los astros, ellas ruedan alejándose y acercándose, subiendo y bajando, formando giros y rondas. Si cierro los ojos puedo escuchar la melodía que revolotea entre ellas, me sonríen mientras bailan alegremente.
Bañan mi rostro con los tonos de su luz, escribiendo en el cielo las sílabas de mi nombre, dios es hermoso. Saludándome se despiden alejándose lentamente en la agonía del nuevo amanecer.
El autobús aun recorre la larga vía cuando el sol descubriéndose da la bienvenida a las nuevas horas de fatigoso viaje.
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