En todos los pueblos hay un apellido que suena como un insulto. En mi pueblo ese apellido maldito era Monago. Cumpliendo el tópico de las familias pobres, también los Monagos eran muchos hermanos, todos rubios de ojos azules, sin que ese toque nórdico supusiera ningún obstáculo para ser relativamente bajos y objetivamente feos. Su profesión, sin estar nunca muy clara, se puede decir que oscilaba entre la chatarrería, el furtivismo y trabajar como jornaleros en fijo discontinuo. A todos les precedía una fama de borrachos pendencieros, aunque lo de ser violentos nunca estuvo contrastado. Lo de borrachos, sí. Eran duros, de aspecto polvoriento, de pocas palabras y trabajadores de una resistencia inhumana. Por supuesto todos los niños les teníamos pánico. El que más miedo nos daba era José, el del perro.
José Monago tenía un galgo que siempre andaba unos pasos detrás de él. El animal a fuerza de patadas aprendió a guardar la distancia de seguridad. Algunos decían que el galgo era mágico y que podía cambiar del blanco vainilla al pardo oscuro a su antojo como los camaleones, pero lo cierto es que su color dependía más de pluviometría que de sus deseos. Era un perro flaco hasta para ser un galgo, que se alimentaba de las sobras de las sobras. Se llamaba Teclas. Su dueño contaba que lo encontró colgado en una encina por el cuello y que con las patas traseras apenas tocaba el suelo. Así se deshacían de los galgos que ya no valían. Contaba que parecía que tocara el piano, dijo que no terminaba de morirse nunca y que atronaba con sus aullidos la hora de la siesta. Cuenta también que dudó entre matarlo o descolgarlo y que prefirió no ensuciar la navaja con sus tripas. Cuando el perro se recuperó un poco, se acercó arrastrándose a José y empezó a lamerle agradecido las botas, ahí se llevó su primera patada en los hocicos, que no la última.
Es extraño que una relación tan asimétrica en afectos, con un perro eternamente fiel y agradecido y un dueño maltratándolo sin criterio, pueda durar tanto. Algunos sospechamos que toda la crueldad que mostraba con el animal en público se trasformaba en un sincero cariño en la intimidad.
Un día llegó al pueblo un circo. Sacaron al descampado una jaula con dos leones con sueño, otra con un tigre triste y ataron al elefante a un enorme poste metálico que clavaron en el suelo. Todos los Monagos ayudaron a levantar la carpa parcheada y a dar de comer a los animales. Los demás niños mirábamos con envidia desde la distancia. Dicen que los leones y los tigres sólo comen carne viva y que el domador ofreció al Monago quinientas pesetas por su galgo marrón por falta de lluvia. José no dudó ni un segundo en vender a su fiel amigo.
A lo mejor esa noche José no podía dormir porque le faltaba Teclas, eso nunca lo contó. Lo que sí sabemos es que a las tres de la mañana apareció el domador en casa de los Monagos montando bulla. Traía a Teclas ensangrentado y atado, le dijo que se quedara con las dichosas quinientas pesetas, pero que le devolvía ese perro endemoniado. Contó que había mordido a un león en el cuello y al otro en una pata. Al pobre tigre no le había ido mucho mejor, estaba temblando en un rincón de su jaula y ya nunca volvería a ser el mismo.
Así escapó Teclas sin un rasguñoc y siguió caminando detrás de su dueño por muchos años, tal vez, desde entonces, un poco más erguido. No sé si por un tonto orgullo local, porque nos gustaba la moraleja de que el hambre provoca la peor de las fierezas o porque necesitabamos héroes con urgencia; pero el caso es que, nadie en el pueblo dudó nunca de la veracidad de esta historia. |