Las 10 de la mañana. Ya había hecho su recorrido confuso sobre la pequeña ciudad. Sus pasos configuraban los más difíciles laberintos creados por un ser humano. Desde su casa, cuando salía como a las 7 de la mañana, caminaba cuesta abajo hasta la plazoleta, ahí hacía su primera pausa, se quedaba mirando extrañado el letrero del banco. Después, con movimientos que parecían estudiados, se colocaba en la esquina de la plaza para dar vueltas en círculo sobre una mancha de sangre dejada por una vendedora de carne de vaca, que los días miércoles se tomaba esa esquina, exhibiendo las ensangrentadas partes del animal a sus potenciales clientes. De ahí en adelante, hasta el mediodía, caminaba sin pausa por el parque central. La mirada clavada en el suelo, las manos agitadas al aire. Por momentos parecía un personaje escapado de alguna historia surrealista. Había un halo de luz mortecina alrededor de su humanidad, que lo proyectaba como una aparición desesperada que pertenecía a otra dimensión.