La verdad, querida Clara, es que hay muchas cosas que hubiera sido preferible no desempolvar de los rincones de donde se marchitan; Es indispensable dejar que el tiempo cumpla con su misión carroñera de acabar lentamente con los restos, como un viejo y desdentado lobo, de todas aquellas cosas que un día nos permitieron ser los verdaderos Clara y Andrés. No creas; Aún recuerdo nítidamente como aquel enorme sol rojo iba amarilleando mientras se elevaba hacia su posición reinante en el cielo y tú y yo, como verdaderos pánfilos, nos abrazábamos sin musitar palabra y sin alejar la vista de aquellas praderas donde una eternidad después se construyó una ciudad entera.
Entonces eran tiempos de hambre pero también de pan de hogaza, de olor matutino a café recién hecho y de quejumbrosos y repiqueteantes sonidos de un aparato de radio casi tan antiguo como Marconi, y tan difícil de entender. Al rato yo salía al trabajo en la mina donde poco a poco fui pudriendo mis pulmones y tú quedabas en el hogar canturreando, pasando el trapo distraidamente por aquí y por allá. Después del último beso yo me permitía unos segundos en mirarte desde el exterior, semi-escondido tras el alfeizar de la ventana mientras elaborabas tu danza de la limpieza. (Te descubro el secreto de que yo sabía que eras consciente de que te observaba y sé que quizás por eso te hacías aún más grácil y distraída.)
Poco después, dejando mi corazón pegado tras las cortinas, marchaba al terrible pozo horadado en el fango que llenaba implacable mi aún emocionado pecho de aquella tierra muerta... y así transcurría mi día: Pero aún así, mientras picaba entre la negrura azabache del duro carbón me resultaba inevitable descubrir casi siempre algún reflejo tan brillante y azul como el de tus ojos de aquellos días de verano.

A la vuelta de la jornada, el ritual del lavado de mi cuerpo sucio y ennegrecido por el mineral en contraste con la limpieza del jabón en tus manos blancas se me antojaba casi un milagro: Era mágico vislumbrar como por cada pasada de tus dedos sobre mi cuerpo se descubría una piel de hombre moreno y bien curtido bajo toda aquella suciedad, como si tus manos poseyeran la alquimia de desintegrar la mugre y convertirla en la vigorosa piel que por la noche volvería a hacerte el amor con el desenfreno alocado de los animales.

Por eso te digo querida Clara, que hubiera sido preferible que el tiempo no me revelara estas historias que hoy, mientras ojeo distraídamente la calle, ya viejo y solitario desde la antigua ventana de mi edificio, se las hubiera guardado en el baúl de sus cosas añejas y olvidadas;
En el baúl donde un día yo hubiera podido haber sido ese magnifico Andrés y tú la bella e impoluta Clara.

En ese antiguo baúl donde se guardan todas las mentiras imaginarias.