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QUINCE DE MAYO, once de la mañana. El preso cogió el retrato y con sumo cuidado lo apretó contra su pecho. La celda donde purgaba condena era pequeña; había allí dos camarotes con cuatro colchones y sus respectivas frazadas. Junto a la puerta, sobre una pequeña y tosca mesa, una cocinilla a kerosén, una tetera y una olla, ambas con tapas rojas, ayudaban a mejorar, en los días de visita, la ración alimenticia de la cárcel. En la pared, frente a la misma puerta, improvisados colgadores de ropa sostenían dos pantalones y una casaca de corduroy negro. A un costado de los colgadores brillaba un clavito de acero, sostén del retrato que ahora el preso sostenía entre los brazos y su pecho.

Habían transcurrido ya tres años. Su situación en lugar de mejorar iba empeorando. El Fiscal había solicitado diez años de prisión.

Emeterio, así se llamaba el preso, se arrodilló y rezó más que nunca. Todos los días lo hacía pero, para él, este quince de mayo era muy especial. Los días quince de los dos mayos anteriores también había rezado con igual devoción. Sin embargo, esta vez, un presentimiento le anunciaba algo diferente. Con el rostro serio, contrito, sin dejar el cuadro, estiró los brazos; miró la imagen enmarcada y, cerrando los ojos, la besó sintiendo una frescura como si hubiese bebido agua del puquio de la Quintilla; luego un estremecimiento sacudió su cuerpo y, de pronto, se vio bañado por los abrigadores rayos de un sol que acababa de esquivar a una nube impertinente. El preso se vio ingresando al pueblo donde había nacido; se vio caminando despacio, mirándolo todo con ternura, como queriendo llevar en sus pupilas lo que observaba: las pampas, los eucaliptos y sauces, el colegio adornado con descoloridas cadenetas de papel, los puentes de barandas conversadoras, la Posta Médica y Puesto Policial; la casita destruida por el tiempo entre las calles Cajamarca y Clodomiro Chávez, a la que miró, deteniéndose un momento, curioso y dolido; para después avanzar despacio, tocando, como un niño, las paredes de las casas; observando sus veredas y la sombra de sus techos sobre el mudo asfalto. Emeterio escogió el jirón Venecia para llegar a la Plaza de Armas, desplazándose a media sonrisa, recordando, triste, las calles empedradas donde antes, por una acequia embaldosada, correteaba alegre el agua cristalina.

A la altura del jirón Bolívar, donde hay una casa de material noble y a medio terminar, como si saliera de un sueño, Emeterio se dio cuenta de algo extraño: el pueblo parecía deshabitado. Al ingresar, notó que el campo amarillento y seco, cubierto de un polvo blanquecino, moría de sed; no habían rastros de cosechas, ni rastrojos; no observó a los animales que siempre pastaban; no escuchó el balido de las ovejas ni el mugido de algún buey que araba la tierra concentrado en su trabajo; tampoco oyó el trinar de los pájaros, ni llenaron sus oídos los gritos de los niños que alegraban los minutos y las horas y, por último, no encontró vecino alguno a quien saludar.

“¡Seguro que están en la iglesia!”, pensó. Llegó a la Plaza de Armas. Subió las gradas de la casa de Dios. Alzó la pierna derecha para cruzar el umbral del portón, porque encontró abierta su pequeña puerta, e ingresó escuchando el chajchaj del eco de sus pasos. Recorrió, aun con la mirada larga y nostálgica, las hileras de bancas silenciosas. Buscó bajo el altar, como si el cura y el sacristán allí se hubieran escondido y, entonces, recién entonces, comprobó que estaba completamente solo. ¡Parecía que los habitantes de su pueblo, incluyendo en ellos a su familia, se hubieran puesto de acuerdo y huían de su presencia! Un sabor amargo tragó su garganta. Él no había cometido nada malo, sólo defendió a su pueblo descubriendo la falsedad de algunos de sus habitantes, denunciando su hipocresía, su falso amor. Dirigió su mirada al altar mayor donde se hallaba San Isidro Labrador, patrón del distrito. Se detuvo un instante, y se sentó en la banca más cercana como si estuviera siendo ayudado por alguien.

De pronto escuchó una voz que parecía provenir del interior de un baúl: — ¡Emeterio! ¡Emeterio!

Sorprendido, salió de la iglesia. Cruzó la Plaza de Armas y se puso a mirar por los cuatro costados sin encontrar un alma; ni siquiera sintió el zumbido del viento que otras veces y a esas horas alborotaba las hojas de los árboles del convento y hacía flamear los ponchos de los que salían de la iglesia. ¡Sucre era una ciudad muerta, fantasmal! Subió por la calle Jorge Chávez, por la vereda del costado del local municipal. Arrastró sus zapatos por el jirón 2 de Mayo. Pasó frente a la piscina, a la que miró con curiosidad: era una piscina amplia pero se hallaba en completo abandono, cubierta de polvo y sin agua.

Siguió su camino pasando por la Escuelita de mujeres. Extrañó los pinos que antes adornaban la casita de don Romelio. Subió cuesta arriba por la calle de Los “Pajuros” donde sintió mucha pena al ver que de estos árboles quedaban sólo negros esqueletos que parecían sobrevivientes de algún incendio.

—¡Emeterio! ¡Emeterio! —se escuchó de nuevo la voz.

Emeterio aligeró el paso mirando al cielo cuyas nubes permanecían, increíblemente, estáticas.

Después de cruzar la antigua y natural “plaza de toros”, llegó a la capilla del santo casamentero y, ¡Emeterio! ¡Emeterio!, la voz, esta vez, parecía que eran dos personas las que habían gritado su nombre y se percató que provenían del cementerio.

Al llegar al camposanto, un zumbido igual al que hacen las abejas en su panal aturdieron sus oídos. Las puertas estaban cerradas; pero, cuando intentó empujarlas con las manos, se abrieron de par en par antes de que pudiera tocarlas, y la colina donde se ubicaba el cementerio comenzó a temblar. Emeterio se detuvo al costado de una vieja pileta. Las cruces, los nichos y todos los adornos de las tumbas empezaron a caer y empezó a agrietarse, de trecho en trecho, la tierra, y de cada una de las aberturas, que eran verdaderas zanjas, se escucharon voces que repetían su nombre y una pregunta seguida de una explicación que lo desconcertó:

—¡Emeterio! ¡Emeterio! ¿Por qué no te hicimos caso? —decían—. Al comienzo todo era hermoso. La prosperidad llegó con la mina, dijimos; pero después, a los pocos años de que te llevaron preso por defender el medio ambiente de nuestro pueblo, lo reconocemos hermano, esa prosperidad poco a poco se fue transformando: primero comenzaron las enfermedades pulmonares, después el polvo secó sobre las plantas y, luego, murieron nuestros animales. Los empresarios mineros construyeron un tren donde, con facilidad, trasladaron el fruto de las entrañas de nuestro suelo, y con ellos también se llevaron nuestras vidas. Como verás todo se ha perdido y los únicos que pudieron salvarse ya no viven más en Sucre.

—¡Emeterio! —esta vez escuchó su nombre fuerte y claro.

—¿Sí? —preguntó levantando la cabeza de golpe sujetando, veloz, el cuadro que estuvo a punto de caerse; entonces, miró asombrado a su compañero de celda y dijo:

—¡Ya son tres veces que se repite esta maldita pesadilla!

—No es pesadilla amigo —dijo su compañero—. Escucha los gritos.

En las afueras de la cárcel, fuertes y claras, se oían las voces de una muchedumbre que gritaba:

—¡Emeterio es inocente! ¡Libertad para Emeterio! ¡El pueblo vencerá!


Glosario:

Puquio de la Quintilla. — Especie de manantial de donde brota el agua del río Quintilla.

Texto agregado el 26-09-2015, y leído por 137 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-09-2015 Me gustó amigo. Saludos! TuNorte
 
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