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Preparando el camino hacia la libertad
Faltaban escasos minutos para las diez de la noche. Las pocas personas que transitaban por las calles de la ciudad se apresuraban para llegar a sus hogares antes de la hora en punto, momento establecido para la recogida.
María y Amaranta observaban desde una esquina cómo sus vecinos, que movían sus cabezas al ritmo de pequeñas convulsiones, se despedían con urgencia de sus acompañantes.
Las dos hermanas, estudiantes de Computación Avanzada, vivían en un pequeño apartamento en la Avenida de la Sumisión. Su familia permanecía en el pueblo de origen, a más de quinientos kilómetros. Ellas sí que podían regresar a casa pasada la media noche, aunque solían encerrarse cuando todo el mundo, para evitar ser denunciadas ante la Gendarmería Superior en caso de ser vistas después de la hora de recogimiento.
Las chicas llevaban meses estudiando la manera de manipular el circuito integrado que, como todos sus conciudadanos, tenían insertado en el cuello, al lado de las arterias carótidas.
Hasta entonces, habían logrado que la llamada en forma de sacudidas eléctricas, que aumentaba en intensidad durante el cuarto de hora anterior a las diez de la noche, y que sólo cesaba al acercar el dispositivo al punto de control situado en cada uno de los hogares, a ellas se le retrasara algo más de dos horas.
Desde hacía semanas se afanaban en la programación de dicho chip, con la ayuda de un nanoprocesador engastado triza a triza -pues estaban prohibidos fuera de los círculos oficiales- que ocultaban en su cuarto. Se habían marcado el objetivo de reprogramarlo y manejarlo según sus deseos. No en vano, eran las estudiantes más destacadas en su especialidad.
Cada noche, mientras la mayoría de los residentes se cenaban con los borreguiles magazines emitidos a través de las pantallas de comunicación, ellas preparaban el camino hacia la libertad. Se embelesaban con los textos, conseguidos de forma ilícita, que narraban la vida de sus antepasados no mucho tiempo atrás. Sus bisabuelos llegaron a disfrutar de esos privilegios durante su infancia, hasta que los líderes mundiales decidieron implantar el SISCAS (Sistema de control absoluto del súbdito).
—¡María! —se puso de pie Amaranta, subiendo y bajando con agitación los puños cerrados— , he conseguido desentrañar el último código de los horarios que nos faltaba.
—¡Yuju! Ahora nos toca descifrar los del dominio de la voluntad. En una semana seguro que los tenemos —arguyó eufórica María, que recogía los restos de la exigua cena.
Mientras tanto, en la Triple C (Centro de Control Ciudadano), cuatro maduros hombres, con espíritu bohemio, se desternillaban observando a las jóvenes a través de sus pantallas.
—Bueno, creo que ya es hora de que se termine el juego —proponía Cánovas, mientras se limpiaba con un pañuelo la saliva que las carcajadas habían diseminado por su enmarañada barba.
—Habrá que dar un escarmiento a las gemelas —sugería Rodrigo, que había acompañado su opinión con unas comillas dibujadas con los dedos índice y corazón— si no queremos sufrirlo nosotros.
—En todo caso, las descargas, y de las flojitas, las enviamos cuando estén durmiendo. No quiero que se den un trompazo contra las losetas y se echen a perder dos de las pocas mentes lúcidas que moran en esta ciudad. Y después volvemos a bloquear los códigos —planteó Adolfo, que hacía las veces de jefe de grupo.
—Eso, sin pasarnos ni un pelo —apostilló Guzmán, que no disimulaba su simpatía por las hermanas, acrecentada durante los meses en que estuvieron divirtiéndose a costa de sus quiméricas expectativas—. A ver si resulta que a ninguno de nosotros le hubiera gustado conseguirlo.
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