Uno.
Llegaron las ferias de la localidad y no tenía dinero para festejar. No se le ocurrió otra cosa que la de falsear una insignia que lo hacía miembro de protección civil y un uniforme.
Entre el tráfago de los festejos- pensó- sería fácil despistar a cuanto portero se interpusiera entre él y los espectáculos diversos a los que pensaba acceder sin gastar un duro.
Con la insignia que le había bordado su hermana- copia de la auténtica que habían sacado de internet-, una camiseta naranja (a la que le había adherido unas bandas grises reflectantes de un todo a cien del barrio) y unos pantalones grises, se adentraba entre las sombras nocturnales en los alrededores de los espectáculos programados. Después sólo faltaba esperar el momento en que hubiera más bullicio para entrar a los diferentes locales, investido- nunca mejor dicho- de la autoridad que le confería la indumentaria. Nadie hacía preguntas, nadie rechistaba. Era aparecer vestido de personal de ayuntamiento y se desblindaban todas las puertas en una especie de ábrete sésamo moderno.
Tanto era así que le cogió gusto al gatillo y se empezó a entrometer en los corros policiales a sacar información. Nadie preguntaba: daban por supuesto que estaban ante un representante de la municipalidad.
Aquella huida hacia adelante estaba sin embargo condenada a verse abortada en cualquier momento.
Dos.
Cuando me quise dar cuenta comprobé para mi asombro que me había convertido en un personaje inventado por mí mismo; que me encontraba envuelto en una novela sin comerlo ni beberlo- como suele decir los amantes de la gastronomía.
A partir de entonces ya no me encontré dueño de mis actos. Creía que podía haber salido del personaje como el que muda la piel con tan sólo desprenderme de aquellos ropajes, de aquel disfraz, pero estaba equivocado.
Una serie de órdenes y contraórdenes empezaron en aquel momento a afluir, justo cuando empezó a ser imposible decir que aquella insignia, sacada de un emblema de internet, me la había bordado mi hermana para entrar gratis a los toros y poco más. Una vez que me introdujeron en el ajo de todo lo que se cocía, la alternativa a seguir era huir y desaparecer de la población una breve temporada, hasta desaparecer, al menos, los fastos.
No era fácil escamotearse del sórdido mundo que me acababan de presentar. Un mundo en el que proliferaban las vías de hecho, contra borrachos y pequeños maleantes, de tiempos preconstitucionales. Los calabozos de la municipalidad estaban atestados de personal para los que el habeas corpus era un latinajo sin mucho sentido, con la misma eficacia jurídica que un requiestat in pace, o así.
Cuando terminaban las fiestas- se había encargado de explicarme un cabo de la policía local- se les ponía en la calle y en paz.
Inmerso en aquel mundo real, no me habría de resultar fácil volver a los tiempos de la ignorancia así sin más, sin menoscabo alguno. Pensé que tampoco- lo que me confortó- habría de ser muy difícil mantener aquella suplantación un par de días o tres más, hasta que desapareciera aquella vorágine en la que mi afición taurina y mis escasos recursos me habían metido.
De ser un anónimo ciudadano empantanado en niveles de ignorancia bastante acusados, me vi inmerso de lleno en los secretos del poder, como se dijo, sin mayor intencionalidad por mi parte; sin ánimo alguno de superar la sutil y sibilina red que divide a los informados de este mundo de los que a lo sumo nutre la televisión. Pues, como dije, en cuestión de escasos días me había convertido merced a aquel disfraz en un individuo de dentro, de los que manejan la información, con todos los peligros que eso suponía para mi integridad.
Teniendo en cuenta la mendacidad del mundo, es más real, probablemente, lo literario que lo que se encuentra fuera de la literatura.
De cualquier forma lo que transcribo no se ha de confundir con literatura: se trata de la experiencia real por mí vivida que creo necesario difundir por su valor didáctico (por su importante valor didáctico, me atrevería a decir).
El caso es que me vi inmerso en una historia rocambolesca que alcanzó momentos vibrantes y comprometidos, y en los que mi proverbial cara de póker, que me asiste siempre en los momentos difíciles, ayudó a solventar dignamente.
Nadie preguntó y a nadie extrañó mi presencia. Se ve que todos pensaban que se debía a cauces reglamentarios, tal debía ser mi aplomo y tales las dotes de costurera de pro de mi hermana. Nadie, por otro lado, pidió que me identificara en ningún momento (aunque tenía respuesta preparada para tal contingencia).
El caso es que me vi ayudando en tareas policiales (cuando mi objetivo había sido ver los toros por la patilla) por el hecho simple de ir vestido de naranja y gris. Hubo episodios- lo he de reconocer- apurados; como el de cuando me tocó meter a mi vecino Anselmo a la lechera (coche policial en argot) por borracho alborotador en un baile público. Afortunadamente su nivel etílico era lo suficientemente elevado como para no reparar en el hecho demasiado. Tampoco era tan extraño, pues la ciudad con sus cien mil almas daba para coincidencias por el estilo. Y qué extraño era- me planteé- esta nueva afición mía por la protección civil. El caso fue que Anselmo pasó en un tris de señalarme con el dedo a caer abatido de sopor etílico al fondo de la furgoneta, lo que no levantó sospecha, al no poder articular palabra alguna el pobre borrachín.
Ayudar a matar en caso de rebeldía.
Al parecer este era el slogan de la institución. El eslogan oculto, se quiere decir, que en principio los postulados eran o significaban precisamente lo contrario. Que se trataba de proteger al personal, no lo olvidemos. Con tal entitulación figuraba en los presupuestos municipales y como tal se justificaban. Luego, la práctica- como suele acontecer- dista de la teoría. En este caso para formar un trecho considerable.
Ya digo: ayudar a matar, dijo (un tanto, bien es verdad, exagerado) el cabo que nos instruyó.
A tal fin, nuestro cometido fundamental era evitar que las gentes- las buenas gentes, me atrevería a apostillar yo- entraban por la patilla a los diferentes espectáculos.
Una tarde de fútbol.
Esto del éxito del fútbol en España está muy relacionado con el panem et circenses de los romanos. En un tiempo, a falta de otra cosa, se ofrecía un Madrid campeón. Pues bien, a un espectáculo de tal índole tuve ocasión- siempre parapetado por el disfraz- de acudir.
Y de hacerlo por la vía que más anhela la gente llana, que no acierta a reunir los suficientes estampillados para entrar por la vía reglamentaria y un portero les abre los tornos ad hoc para ello.
Durante aquellos días tuve ocasión de comprobar lo bien que vivían- no quiero hacer demagogia con expresiones gastadas- quienes podían permitirse tales dispendios. Pero me lució particularmente el partido de fútbol. Qué diferencia- pude comprobar- con la visualización por televisión. Aquel ambiente hasta se respiraba en contraposición con el frío ambiente hogareño en el que a lo sumo hacía entretenido el resultado.
Se sentía uno parte de la masa que formaban aquella muchedumbre, en la que como diría Freud el ideal del yo se despegaba para pasar a formar parte de una entidad distinta. Pues bien, como decía, estaba uno en plena disgregación del yo cuando marcó el equipo local el primer gol. Ahí es cuando/ donde sentí el peso de los galones, pues la gente se abalanzaba pero manteniendo cierta distancia con un servidor.
Henchido de autoestima y orgullo salí del estadio y no se me fue la tontería hasta pasadas unas dos o tres horas; que hasta mi propio cuñado, a la hora de cenar, me notó.
Ungido por el halo místico del poder, me introduje aquel sábado, como nunca en mi existencia, en la cama.
Ni que decir tiene que me desperté, sin embargo, como todos los días. Pero con la conformidad que proporcionaba que aún restaran unos cuantos días de fiesta.
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