Nací a tres kilómetros del zanjón, pero viví a media cuadra de él casi diecisiete años.
El zanjón nacía allá, no sé bien donde, solo que era para allá, donde la tierra se aleja del mar, nacía chiquito, apenas un goteo de manantial e iba bajando, algo lento hasta llegar a la orilla del mar.
Estaba a un costado de las casas, hacia el sur de esas casas con frente de veinticinco metros, con cercos vivos, jardines y al fondo, en esos otros veinticinco metros, con huertas, frutales, gallineros y la cucha para el perro.
Mucho patio, si, es cierto, mucho patio, pero el zanjón, el zanjón era el mundo, todo el mundo.
Cuando la lágrima que surgía del manantial llegaba hasta el costado de las casas, ya era un pequeño arroyuelo de andar parsimonioso, embutido en una pequeña barranca de no más de un metro de alto, y metro, metro y medio separando ambas márgenes.
Así hasta el salto, ese que estaba cruzando la calle, donde la tierra, en su afán de llegar al mar, se tiraba cuesta abajo dos o tres metros, separando el barrio “de arriba” del barrio “de abajo”.
Y era toda una frontera. Los del barrio bajo defendían sus dominios no dejando que los del barrio alto lo invadieran. Los del barrio alto, al menos unos meses al año, necesitábamos invadir el salto y aprovechar la pendiente que separaba a los de debajo de los de arriba.
En esos meses, inevitable e invariablemente, se producía la verdadera batalla. Antes no, antes nunca, antes solamente pequeñas escaramuzas, los del barrio bajo corrían a pedradas a los del barrio alto que se acercaban a la frontera, los del barrio alto cascoteaban los techos de las casas del barrio bajo y nada más, salvo algunas corridas cuando, por cuestiones ajenas, no había más remedio que cruzar el barrio bajo, no en misión de patrullaje, sino solo para hacer alguna compra.
Del salto para arriba, el zanjón tenía casi todo: estaban los sapos y las lagartijas que permitían organizar peligrosos safaris, esos caños que lo atravesaban y que permitían hacer batallas de equilibrios para no caer al agua, recovecos donde disfrutar jugando a las escondidas, un puente colgante que dividía a los de arriba-arriba de los de solamente arriba, y ese deslizarse suave que dejaba organizar regatas con barquitos fabricados de ramas y madera.
Pero el zanjón después del salto tenía lo mejor: la pendiente de tres o cuatro metros para tirarse con trineos en la primavera. Pero la pendiente la tenían los de abajo y había que ganarla. Entonces se planificaba la batalla, quienes irían por el sur, quienes atacarían por el norte y quienes, los más valientes, pasarían por debajo del salto para atacar de frente.
Los de abajo, tenían allí su fortaleza, dos densos matorrales de tamariscos desde donde aguardaban el ataque y protegían su artillería, cascotes, piedras y algún que otro trozo de ladrillo.
Había reglas, como en toda guerra, solo valía lanzar los proyectiles con la mano. Las bajas se contaban por los que se retiraban llorando o los que, asustados y temosos, huían de la batalla con la escusa de: “me llaman”
Era una batalla de un solo día, quien ganaba en realidad perdía, pero tenía el privilegio de trazar sobre la tierra, la pista de trineos, de marcar su camino cuesta abajo, señalando la partida y la llegada.
A fuerza de pico y pala se delineaba sobre la barranca el recorrido, que siempre terminaba allí, donde el zanjón hacía una curva, el terreno perdía la pendiente y los trineos ya no avanzaban.
Al otro día, los de abajo y los de arriba comenzaban las carreras y ya no había más batalla. |