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Inicio / Cuenteros Locales / seroma / Tiempos de estudiantes - Deshilachando recuerdos: accidente y frustración

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Dejando de lado la chácara, chabacana, chúcara, chicanera y chochera, y retornaré a la Historia Estudiantil.
Para refrescar un poco la memoria, haré mención a que en mis Historias anteriores, ponía en conocimiento mi ingreso al mundo del atletismo, mi pasión por él y mi dedicación por otra pasión que se había desatado momentáneamente, como ráfaga de viento patagónico, y que una charla entre “las Marías” había calmado como una fría ola de mar puede calmar la arena más ardiente.
Pasó ese año 1966, seguramente con su baile de primavera y el consabido picnic, en el que seguramente muchos habrán encontrado su primer (o segundo o tercer) amor, otros habrán seguido boleando cachirlas (ya que estamos con los giros idiomáticos) como siempre, otros habrán descubierto lo que es un corazón estrujado por la desazón, otros habrán simplemente danzado al son de los compases de la época y otros habrán hecho vaya a saber Dios que cosas que mejor es no preguntarles.
Por supuesto tres materias tres a examen de diciembre, tres materias tres superadas y entramos en 1967, cuarto año.
Quince florcillas y veinte agrestes más o menos, con una profesora re macanuda Susana As. titular de Química y de Física (dos de las tres materias rendidas), que a cambio de no jorobar en clase, me mandó a diciembre y allí, estudio mediante nos aprobó.
Ese año creo que comencé a madurar y a descubrir que era lo que realmente me gustaba y que en que pensaba dedicarme el resto de mi vida, profesionalmente hablando. No fue un año de muchas macanas, fue un año más bien tranqui, en el que casi siempre salía con Cacho P., Ricardo R., Ricardo B., Juan Carlos S. y a veces con el Tano S., el del frigorífico y al que siempre le tomábamos prestado algún fiambre.
Por esa época los padres de Juan Carlos S., como manera de preservar el famoso auto Bell Air, importado del 57 o 58, que aunque se lo prestaban muy de vez en cuando, en sus manos podía terminar muy mal, compraron un fitito 600 que se transformó en el de batalla para los hermanos S. (eran tres), y en el cual llegamos hasta meternos cinco o seis para salir a dar las famosas vueltas del perro o para organizar algún asado en cualquier lado.
Otro de los que tenía la suerte de poder “manejar el auto de papá” era Ricardo B, un Gordini color Gordini, pero debo reconocer que Ricardo era un tipo muy juicioso a la hora de conducir, nunca lo vi hacer ninguna macana.
En cambio no puedo decir lo mismo ni de Juan Carlos S. ni de Cacho P. con su, también de papá, furgoneta WV azul.
Una tarde en que con el recién comprado fitito estábamos gastando nafta porque si nomás, los fuimos a buscar a Cacho al Barrio Güemes, y decidimos hacer el circuito Barrio Güemes, Barrio Laprida, de este ir al Barrio Saavedra, Santa Lucía, ruta tres, ruta tres Barrio Quemes.
Por supuesto, que la idea no era salir de paseo nada mas, sino la de hacer una “carrera” entre el flamante fitito y la furgoneta WV.
Juan Carlos no se con quien iba en el 600, no recuerdo bien si con Ricardo B. o con Horacio D. S., pero iba con alguien, yo me quedé con Cacho en la combi WV.
Como en la pista de atletismo, a sus marcas, listos, ya, salimos a la velocidad que mas podían dar ambos vehículos, por supuesto y por una lógica de la física y la mecánica el fitito marchó en punta seguido de atrás, muy atrás por la furgoneta azul.
Así pasamos Barrio Laprida, así tomamos una curva grande que estaba pasando ese barrio y antes de la bajada previa a entrar al Saavedra y así entramos en la bajada, la diferencia era tal que mientras con Cacho nosotros estábamos en el comienzo de la bajada, el fitito ya llegaba al final de la misma y entraba en una curva que desembocaba en el comienzo del barrio Saavedra.
La distancia era lo suficientemente larga como para poder ver con toda claridad como el recién estrenado 600, toma la curva al mejor estilo Fangio y al mejor estilo Gálvez, comienza a dar tumbos para todos lados, para terminar hecho un acordeón.
Me parece que esa fue la última vez que ese año los hermanos S. usaron “auto de papá”.
Pero mi objetivo en el 67 era otro, era participar en los intercolegiales locales, en los regionales y en el nacional de atletismo. Vivía entrenándome y comiendo como desaforado para aumentar de peso, pese a que, de la categoría “Flaco” no pasé nunca en mi vida. Entrenaba con el equipo oficial del Colegio, dirigido por el vice rector, y en el estadio de deportes donde me daba manija el padre de Cacho P. (ex atleta olímpico que participó en las de Londres del 48) y de tanto darme manija me sacó más o menos bueno (para esa época).
Fue el padre de Cacho el que me avivó que con mi peso, jamás iba a lograr la fuerza necesaria como para llegar lejos con la bala, y que entonces tenía que utilizar otras habilidades que me ayudarían: la altura y la velocidad. La altura era natural, heredada de los genes paternos supongo, pero la velocidad, que no era suficiente para las carreras de velocidad (valga la redundancia) era más que suficiente para los lanzamientos.
Y con eso trabajábamos en el Estadio, todas las tardes, mas las mañanas de los sábados y domingos, nos matábamos por mejorarnos cada día.
Era una joyita vernos subir el cerro saltando matas, correr por la cima hasta el barrio Saavedra, y luego bajar por la ruta nuevamente hasta el estadio, o hacer ejercicios con la bala junto a Rubén C. o Miguel Ángel S. y repetirlo cien o doscientas veces, hasta que los brazos no dieran mas, pero de a poco avanzábamos, mejorábamos.
Ese año para hacer la selección del equipo que iba a participar en el intercolegial, se hicieron varios torneos por colegios, Deán Funes, Industrial, el nuestro y llegaron los del Liceo Militar.
Estos muchachos del Liceo merecen un renglón aparte. El liceo había sido creado el año anterior si mal no recuerdo, y las primeras camadas fueron liceístas traídos de otros lugares.
Nuestras niñas, y las ajenas, suspiraban de lo lindo cuando aparecían estos galancetes con sus uniformes y sus sablecitos de morondanga, pero nos daban mucha bronca porque se robaban los ojos de todas, (aunque ahora muchas lo nieguen).
En atletismo era lo mismo, venían con unos equipos bárbaros y con una disciplina infernal, por suerte ese año y el siguiente fueron troncos y siempre los pudimos superar, después no sé, pero ya no me importaba.
Bueno vuelvo a los torneos.
No sé si porque en el Colegio no éramos muchos o porque razón, en cada torneo todos participábamos en varias competencias, aunque cada uno tenía su especialidad por supuesto.
Yo recuerdo haber quedado con la lengua afuera y acalambrado a la altura del Náutico, en una carrera de fondo que salió del Deán Funes y tenía que llegar al Colegio, cuatro o cinco kilómetros, haberme dado un flor de porrazo en el Estadio en una carrera de 400 metros en que el Vice rector me pidió que hiciera de “liebre” los primeros doscientos para que el resto del equipo del Cole tuviera alguna chance con los del Deán Funes y los del Industrial, que en esto eran buenos.
Pero mi meta era salir primero en lanzamiento de la bala y viajar al intercolegial que ese año se hacía en La Rioja.
La estrella de la especialidad ese año era Heriberto F., un pibe de mi barrio, que estudiaba en el Industrial me parece y que el año anterior había viajado.
Hasta mitad de año me tuvo de hijo, pero luego de la charla con el ex olímpico, algo de entrenamiento y de mucho amor propio, comencé a empardarle la jugada y sobre fin de año estábamos muy parejos.
Hubo un torneo final, en el que se decidía quien viajaba y quien no, era jugarse a cara o cruz, así que tenía toda la polenta y las neuronas dedicadas a eso.
Toda la polenta tal vez si, todas las neuronas no creo, porque una de las condiciones que imponían para viajar era que no había que tener amonestaciones, galardón al que no era muy habitué, pero ese año, en una clase de Música, la Sra. De B., que era más buena que el pan dulce, me agarró jugando al truco con Horacio D. en clase y nos puso cinco amonestaciones.
Hasta su casa fui a rogarle que no me las pusiera hasta que volviera del torneo, porque me jugaba la cabeza que ese año iba a ganar y a viajar yo.
Vamos al torneo final, primer lanzamiento de Heriberto, no me acuerdo la marca exacta, pero sé que eran doce metros y algo, lanzan otros, lanzo yo y quedo a menos de un centímetro, en el segundo lanzamiento marco tres centímetros por encima de él y en él último un centímetro más, el temido rival no me puede superar y yo que saltaba de alegría.
Había ganado y la lógica decía que tenía que viajar. Conclave de profesores, a la sazón seleccionadores del equipo, resultado del cónclave, pese a que había perdido viaja Heriberto F. porque tenía más experiencia.
Alguien sabe lo que es la bronca que comienza a subir despacio, despacio, que se va apoderando de uno, que se transforma en desazón, en rabia, en impotencia y que se sintetiza en una sola pregunta: ¿Por qué no yo? Bueno, yo lo aprendí esa vez y lo volví a vivir después, unos pocos años después en Rosario, pero por otros motivos, en otras circunstancias y por otra persona.
Pero la vida da revancha, siempre da revancha, aunque esta es una historia para otro día.

Texto agregado el 18-09-2015, y leído por 139 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-09-2015 Dále, nos la vas a contar! Están geniales. MujerDiosa
 
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