Domingo lo sé, pues es el único día de la semana en que tengo la boca transformada en un cenicero. Veo la techumbre de mi habitación, nublada, oscura, lejana. Toso y algo de color café sale expulsado de mi garganta. Trato de ver la hora y me es imposible; el reloj descansa lejos de la cama, está junto a mi ropa que adorna el desordenado piso, me doy cuenta que he dormido desnudo.
Las convulsiones estomacales llegan sin aviso, y la descarga de vómito cae cerca de los zapatos. Mi cabeza acompaña mi cuerpo en un interminable carrusel y algún tambor de ancestrales tribus africanas retumba en mi cerebro.
El tic-tac del reloj es el único sonido que se puede oír en éste pequeño mundo.
Trato de recordar la noche anterior, más las remembranzas son sólo fotografías que desfilan frente a mis ojos, la fiesta, el alcohol, la droga. El segundero de la demoníaca máquina hace un ruido monótono cuando avanza y me trae de vuelta a mi resaca.
Espero no haber puesto la alarma, pues veo las grandes campanillas que sobresalen del minúsculo aparato y se nota que el sonido que hará será similar a las mismísimas campanas del infierno.
Giro tratando de controlar el desequilibrio que me domina aún estando vertical, es en ese momento que me doy cuenta de su presencia. Su figura podría ser una escultura de Michael Ángelo, desnuda, relajada, lejos de esta porquería de mundo. Su respiración es al unísono con el segundero del reloj. Mantiene una calma que da envidia, cuento el tiempo que se demorará en despertar, juego a que adivino en que segundo abrirá sus ojos. Dos, tres minutos pasan elegantemente, disfruto del movimiento que hace su cuerpo cuando el aire entra a sus pulmones.
Despierta lentamente, se despereza y pregunta. _ ¿Quién diablos eres?_ No puedo responderle, pues no tengo la menor idea en dónde estoy, ahora que lo pienso bien, en mi habitación no hay ningún maldito reloj. |