El anillo humeante ascendía formando una columna casi perfecta, fijaste la mirada en el destello blanco con tus ojos bailando al ritmo del suave corcoveo. Cada tanto volvías a posar tu mirada en la hoja atrapada en el rodillo. Esta vez casi llega al techo, murmuraste.
La máquina de escribir estaba fría, eso era razonable, ya que afuera nevaba intensamente y hacía más de media hora que no tocabas una tecla. Lo único que te importó, desde que abandonaste la frugal cena para sentarte delante de la máquina, fue fumar, tomar gin y seguir fumando.
La pila de hojas escritas la noche anterior estaban a tu derecha, eso siempre me llamó la atención, ya que sos zurdo. Seguías la costumbre de tu abuelo, también zurdo, que colocaba las hojas escritas del lado derecho. Siempre me contabas las horas que pasabas en la alfombra ovalada de su casa jugando con un muñeco de madera a sus pies, mientras lo escuchabas hablar en voz alta, repasando una y otra vez algún párrafo recién escrito. Lo que más te gustaba era mirar esas hojas inteligibles llenas de salpicaduras de tinta negra, tachaduras y comentarios escritos sobre comentarios. Alguna vez me dijiste que, en todos estos años, tu energía primitiva al escribir era catapultada por el afán de sentir la magia que vivía dentro de tu abuelo. ¿Lo lograste? Nunca lo voy a saber.
Ahora mirás el techo recostándote sobre la silla elevando las patas delanteras, las manos en la nuca. ¿En qué estarás pensando, algo relacionado con la novela? Hummm, por más que me pare tan cerca, casi tocando tu boca con mi mejilla, no puedo darme cuenta. Tendré que esperar a que te decidas de una buena vez a llenar esa hoja en blanco.
Te estuve observando desde que te levantaste. Hiciste una pirueta para sentarte al borde de la cama totalmente dormido, manoteaste el paquete de Philip Morris y el primer cigarrillo del día iluminó tu cara malhumorada. Siempre odié es vicio, nunca me hiciste caso, mi nariz se acostumbró al olor, pero nunca pude soportar ver esas colillas aplastadas por todos lados.
Me imagino que tu malhumor viene de la noche anterior, apenas si habías logrado escribir dos páginas de la novela durante la madrugada. En realidad escribiste más de quince, pero solo dos sobrevivieron al tacho de basura.
Aún sentado en el borde de la cama con el cigarrillo en la boca llamaste al perro dos veces, pero nunca te contestó. Pareció no importarte. Me mordí los labios para evitar decirte que el perro había muerto hacía ya tres meses, de puro viejo, pero preferí no hacerlo porque tu psiquis no está bien y no hubieras tolerado mi intervención.
Hasta media tarde no escribiste ni una sola línea, siempre encontrabas la excusa perfecta para no permanecer sentado. Mirabas hacia la ventana cerrada y te parabas a hacer café, mirabas el picaporte de la puerta del dormitorio y te parabas a estirar las piernas, te rascabas la cabeza y te parabas a prepararte un escuálido sándwich con lo que encontrabas en la heladera, te desabrochabas algún botón de la camisa y te parabas para ir al baño. Hasta parecías adivinar cuando iba a sonar el teléfono y te parabas para atenderlo, el cual, estratégicamente, estaba en la otra habitación. Lo único que no hiciste todo ese tiempo fue escribir.
Casi entrada la noche vino Samuel, tu amigo. Jugaron un rato a las cartas, fumaron, y tomaron unos tragos de whisky. Samuel también es escritor, pero de poesías baratas y novelas aburridísimas. Te viene a visitar todas las semanas, para escapar de la histeria de su esposa y las demandas de sus insoportables hijos. Al tercer vaso de whisky ya ni saben de qué se ríen y vés como Samuel comienza a emitir sonidos roncos escupiendo whisky sobre su inmunda barba. Luego, medio atontado, te abraza profiriendo cosas incompresibles.
Apenas se fue Samuel, pareciste despertar. Te sentaste firme en la silla, miraste tus manos y empezaste a danzar con la Underwood. Una, dos, tres hojas impecables fueron apiladas a un costado. El delicioso sonido de los tipos aplastándose contra el papel hacía subir la cinta de tinta negra velozmente. Yo me regodeaba escuchando la campanilla que avisaba el final de línea, e inmediatamente, el movimiento exacto de tu mano izquierda para jalar la palanca plateada que avanzaba el carro hacia el próximo renglón.
Siempre supe cuando escoger el momento preciso. Ni antes ni después. Era cuando te transformabas, te encorvabas apenas un poco y comenzabas a teclear con frenesí. Te traía un pocillo de café, me sentaba silenciosamente a tu lado y apoyaba mi cabeza en tu hombro, casi sin tocarte. Vos apenas me percibías, enfrascado en tu mundo, yo amaba tanto ese instante, mis fibras vibraban al compás de tus dedos.
Así continuaste hasta la medianoche, la pila de hojas estaba a punto de desbaratarse, pero permanecían una sobre otra, en un extraño equilibrio.
Parecías exhausto, la máquina entró en silencio. Intenté no hacer ningún ruido y te miré atentamente. No hacía mucho tiempo que, luego de una jornada maravillosa, plagada de párrafos inimaginables, enloqueciste repentinamente y quemaste todas las hojas en el hogar. No quería que eso vuelva a suceder. Aquella vez estuviste tres días sin dormir, fumando y bebiendo.
Nunca te llegué a comprender del todo, siempre fuiste un niño al que tuve que cuidar. A veces te recostabas en mi falda, rendido, sollozando y otras veces gritabas eufórico que, sentado en silencio delante la máquina, habías hablado con Dios.
No fui feliz a tu lado, pero no me importa, al fin y al cabo, cuando te vence el cansancio y te vas a dormir, mirás la última foto que nos sacamos juntos y me decís: te quiero mi amor…me hacés falta. |