La historia que voy a referirles se refiere a un apóstol, pero no cualquiera, sino se refiere a la máxima autoridad de la Iglesia Luz del Universo Celestial. Don Diógenes Lamata, un hombre que era El apóstol, la máxima autoridad de la iglesia e impuesto por la voluntad divina y un mediador entre Dios y los hombres que poseía cualidades extraordinarias. También era llamado el ungido de Dios sobre la tierra.
Desde los obreros que aspiraban a seguir el ministerio de la divinidad, los encargados, los doctorados, diáconos y pastores veían en él, el ejemplo a seguir siempre pendiente de sus palabras que se volverían dogmas de su fe.
Sin embargo, don Diógenes estaba en su lecho de agonía, ni los más celebres médicos del país pudieron hacer mayor cosa con la enfermedad que lo consumía. Designo divino pensaban todos. El pastor mayor había comisionado al mejor filólogo de la secta para que escuchara sus últimas palabras y el mejor escultor las reprodujera en mármol duradero. La expectativa era cruel y todos los creyentes lloraban, sobre todo las mujeres, pues don Diógenes había sido un hombre guapo y cariñoso.
Llegó el momento final, con expectación el filólogo se acercó a los labios del apóstol, escuchó lo que dijo y para consternación de todos el santo se hizo ovillo y dejó de pertenecer a este mundo.
El filólogo con cara de sorpresa se quedó callado, motivo por lo que el pastor mayor lo llamó a cuentas, preguntándole:
—¿Qué dijo, cuál es su mensaje para la posteridad?
Renuente el filólogo respondió con voz apenas audible;
—Pues no sé si es un mensaje, se voltio y sólo dijo: “A chingao, a chingao, a chingao” y se murió.
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