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Siento unas oscuras ganas de caer, de partirme al medio, de quebrarme. Sucumbir sin más. Abandonarme a toda gravedad, al pasar del tiempo, a la intemperie, a toda inclemencia. Dejarme dejar la ilusión del control. Dejar la inevitable decisión de tener que decidir. Dejar apenas una huella y desaparecer. O mejor aún desaparecer sin rastro. Evaporarme quizá.

Siento unas oscuras garras en la piel que ya no siento. Un frío hueco entre los huesos desgarbados de una mano cansada de pedir auxilio. Siento -todavía siento sin embargo- la atracción inconfundible del abismo, el llamado de un vacío denso y demoledor. Y pocas fuerzas quedan para resistir, para resistirme, para permanecer incólume al borde de la desesperación más absoluta.

Y sin embargo sigo. Lentamente doy un paso. Una pausa. Y luego otro. Sin camino ni propósito. Sin inercia –un esfuerzo enorme supone cada mínimo movimiento-. Sigo. Eterno vagabundo errante. Condenado a la eternidad del instante perpetuo, sin pasado ni futuro. Ni presente. Como en un sueño entreverado, asfixiante y lúcido. Aunque esa lucidez en nada ayude a aliviar la asfixia.

Sigo sin embargo. Sin saber por qué o para qué o hasta cuándo. Por qué este peso inmenso sobre los hombros. Para qué cada paso que doy o que daba o que daría. Y hasta cuándo todo esto del abismo, de las garras, de la piel, del frío hueso, de una mano temblando de pánico o de vértigo.

Miro hacia arriba -como implorando salvación- y ahí está la cima. Inalcanzable, imposible. Y por debajo -como a la altura de mi cabeza o poco más- una nube negra, cargadísima, arremolinándose sobre sí misma -crispada opacidad de una promesa tan inefable como funesta-.

Y miro justo a mi lado el precipicio, el borde, el fin, el hondo abismo. Llamándome silenciosa pero impetuosamente Y de pronto.

Siento unas oscuras ganas de caer, de partirme al medio, de quebrarme. Sucumbir sin más. Abandonarme a toda gravedad, al pasar del tiempo, a la intemperie, a toda inclemencia. Y de repente salto. Sin pensar en nada. Ni sentir. Salto. Con el último aliento de mi voluntad desvencijada. Salto. Y entonces el abandono es total, la caída, la gravedad, el vértigo abisal, el pánico, el eterno instante, la lucidez, la caída.

Y yo que abro los ojos y veo mis alas –también las siento- planeando apaciblemente, extendidas, sosteniéndome en la brisa. Y me siento flotando, suspendido, entregado. Abandonado al suave discurrir de las corrientes -de aires y de vientos-. Abro los ojos -decía-. Y mirando hacia abajo descubro un valle luminoso y encantado.

Un paisaje misterioso y fascinante acercándose. A medida que desciendo un poco se esclarece el panorama. Las cascadas cayendo- voluptuosamente- como explosiones de cristales, las ramas meciéndose al vaivén de la brisa y de la luz -como una danza sincrónica-. Una tornasolada vastedad de vida -alucinante y desconocida- erupcionando por todas partes como un milagro permanente.

Y de pronto aterrizo en el medio de una selva -maleza frondosa, murmullo intermitente- Y miro hacia arriba y veo -y oigo y siento- otros tantos aleteos incesantes. Acercándose.

De a poco. Lentamente. Van llegando.

Y cuando llegan -ya de cerca, aquí a mi lado- los voy reconociendo. Uno a uno. Los veo y me voy diciendo. He encontrado a mis hermanos. Qué alegría. He encontrado a mis hermanos.

Texto agregado el 12-09-2015, y leído por 81 visitantes. (0 votos)


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