EN VISPERAS DE MORIR
La puerta de cristal dejó escapar un leve crujido al abrirse. Desde la cama, los ojos ya casi apagados de Abelardo se clavaron con amargura en el rostro recién aparecido de su hija.
-¿Cómo te sientes, papá? -preguntó ella mirándolo con ternura, y deslizando la mano por toda su frente.
Era una pregunta banal. Sólo la hizo para intentar calmarlo. Sabía perfectamente que los cálculos médicos no podían fallar. Aquella sofocante tarde de agosto era la última en la vida de su padre.
-Estoy consciente de que me queda poco, hija -respondió el anciano haciendo grandes esfuerzos para que su voz llegara con alguna claridad a los oídos de Amelia-. Quisiera pedirte algo antes de irme... Es un capricho de moribundo...
-Dígame, padre... -dijo ella siguiendo con interés el trabajoso movimiento de sus labios enjutos.
-Cuando yo muera, no dejes de lavarme y revisarme la cabeza...
-¿Lavarte la cabeza? -Amelia quedó confundida.
Pero ya su padre no pudo decir más. Había entrado en un letargo definitivo. Amelia lo miró sin llorar. Desde hacía mucho tiempo esperaba este final. Se inclinó con serenidad, colocó su oído sobre el pecho paterno, y supo con certeza que aunque aún no estaba muerto del todo, difícilmente lograría despertar. Supo también que no serviría de nada llamar a la enfermera. Pero lo que no pudo sospechar siquiera fue que en aquel preciso instante en que ella lo observaba consternada, lejanas imágenes se agolpaban en la mente ya perdida de Abelardo.
Eran imágenes de muy atrás. De principios de siglo. En la sala de la casa decenas de personas vestidas de negro se reunían para rendirle un último tributo a la abuela muerta. Se escuchaban gritos. Varios hombres trataban de controlar a base de músculos las convulsiones de una espiritista llegada de La Esperanza, a quien se le había apoderado el ser de la difunta.
-¡Despídete de ella! -le susurró su madre al oído y lo empujó suavemente hacia el féretro.
Abelardo niño sintió miedo. Miró en derredor con cierta vacilación. Pero finalmente se acercó despacio para ver de cerca y por última vez aquel grotesco rostro surcado de arrugas, que siempre le resultara tan ajeno. Fue entonces que su mirada los descubrió. Tal vez habían pasado inadvertidos para los mayores. Pero él los veía. Caminaban raudos por la cara de la abuela. Parecían hormigas, pero eran algo mayores.
-Madre, la abuela tiene bichos -dijo.
Quienes lo escucharon se acercaron discretamente al ataúd. Nadie comentó nada. El silencio se hizo denso en toda la casa; y hasta la espiritista dejó de retorcerse.
La madre lo tomó de la mano y lo sacó al patio. Golpes de correa cayeron salvajemente sobre él. Lloró largamente, sin entender el por qué del castigo. Lo comprendió con los años. Los bichos que caminaban por el rostro de su abuela eran piojos. Abandonaban el cuerpo de la muerta, y se aprestaban a buscar un cuero cabelludo irrigado de sangre caliente para asentarse de nuevo.
Este cuadro no lo abandonó nunca. Desde aquel día le temió a la muerte, y le temió más aún a la idea de morirse con piojos. Nunca los tuvo, ni siquiera cuando aquellas gigantescas epidemias asolaron las escuelas públicas de su infancia. Pero a lo largo de sus ochenta y tantos años, la sola idea de adquirirlos un día lo aterraba.
Las imágenes se fueron volviendo oscuras, diluyéndose paulatinamente en los atardeceres calurosos de una niñez infeliz. De pronto una luz rara comenzó a surgir de las sombras. Venía acompañada de cánticos, que cada vez llegaban a sus oídos con mayor nitidez. Y cuando quedó finalmente envuelto en ellos, reconoció los rostros antiguos que danzaban junto a él. Allí estaba el rostro de su madre sonriéndole con bondad. Estaba también el rostro de la abuela, con su eterna expresión severa; y estaban los rostros, conocidos y no conocidos, de tantos antepasados de su estirpe.
Mientras, en la habitación del hospital, el médico se acercó al lecho. Le tomó el pulso al cadavérico anciano. Miró luego a Amelia y discretamente dijo:
-Lo siento... Su padre acaba de morir...
|