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La reunión en lo de Ana había terminado y pasadas las dos de la mañana Mariel lavaba la vajilla en la bacha de la cocina mientras la dueña de casa despedía a los últimos en la planta baja del edificio. En la pequeña mesada, del lado derecho de la bacha, iban quedando los vasos, tazas y hasta un cacharro de aluminio que habían sido usados para la bebida; los pocos platos y cubiertos estaban del izquierdo.
Ana era una chica muy delgada de veintiocho años, usaba el cabello rapado a los lados, y al medio en mechones que en la parte trasera le cubrían el cuello largo y de huesos marcados hasta pasando apenas la línea de los hombros, rubia, de ojos celestes y más bien alta. Cuando entró al departamento sacó el teléfono de un bolsillo del jean y lo dejó sobre la mesa. Del otro bolsillo sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor, prendió uno y dejó el paquete junto al teléfono. Finalmente se sentó en una silla a dos metros de Mariel.
—No hacía falta que te pusieras a fregar —le dijo.
—¿Te preguntaron algo? —indagó Mariel sin darse vuelta.
—Sí. Les dije que te quedabas porque mañana a la mañana íbamos a comprarnos ropa.
—Viste —siguió Mariel, de veinte, una morocha de tez muy blanca, ojos oscuros y pelo negro, lacio y largo, de baja estatura y contextura ancha—. Te dije que te iban a preguntar. Te lo dije. Son unos chismosos.
—Bueno. Con los chicos nos conocemos desde hace años de la facultad…
—Y dale con la facultad —interrumpió Mariel—. La facultad esto. La facultad lo otro. Parece que me estás echando en cara que yo no estudio nada y que por eso no engancho en sus charlas tan inteligentes cuando ustedes se juntan.
Ana resopló el humo, se levantó de la silla, se paró detrás de la otra y le puso el cigarrillo en la boca sin soltarlo. Con la mano izquierda le acarició la panza mientras Mariel daba una larga pitada.
—Y falta lo peor —le susurró y la besó detrás de la oreja derecha mientras apartaba la mano que sostenía el cigarrillo—. ¿Te digo lo peor? —bajó a besos por el cuello.
—Ah... ¿sí? ¿lo peor? —dijo Mariel, dócil y sonriente mientras dejaba caer despacio la cabeza hacia la izquierda para allanar el camino de los labios y de la lengua que la besaban.
Ana le levantó la remera y por la piel subió un poco la mano. La otra cerró la canilla. Aún quedaban vasos sin lavar.
—Ahora vuelve Pablito —dijo Ana.
—¡No!… ¡Me estás jodiendo! —Mariel se sobresaltó y se dio vuelta. Tenía las manos mojadas.
Ana rio con ganas. Se apartó y pitó el cigarrillo en una pausa de silencio. La miró a los ojos como dispuesta a aguantar lo que habría de suceder.
—¡No! ¡No! ¿Vos me estás jodiendo? Decime que es una joda —insistió Mariel, visiblemente de mal humor.
—Fue a ver si conseguía cigarrillos. Me preguntó si me molestaba que se quedara un rato y le dije que no, que todo bien.
Esta vez Ana habló seria.
—Seguro que te quiere coger, Ana. Es un forro, me cae mal. Y no me vengas con esos cuentitos de amiguitos a mí.
Ana agarró un cenicero que estaba junto a la vajilla recién lavada y lo llevó a la mesa. Separó la silla y la giró como para quedar mirando hacia la posición de Mariel, y se sentó. Dio una pitada y puso el cigarrillo en el cenicero.
Ahora Mariel estaba apoyada en la mesada de cara a la otra. Se secó con un repasador, lo tiró sobre la cocina y se puso a contemplar las manos.
—Es más. No es que te quiere coger. Está obsesionado con vos el enfermito ese, o enamorado, no sé, es obvio que algo te tiene —dijo.
Ana quedó callada.
—Además ustedes dos ya tuvieron algo —siguió Mariel nerviosa y todavía con la vista fija en sus manos—. Y por más que quiera… que no, no quiero... no me puedo imaginar a ese gordito pelotudo tocándote… Ay no, por favor… Qué asco…
—Eso fue hace años —la interrumpió la otra.
—Sí. Sí, claro. Vos todavía no eras torta, ¿no?… Yo no puedo competir con eso. Qué voy a hacer.
—No sé si soy lesbiana, Mar —volvió a interrumpirla, como si lo que acababa de escuchar la hubiera avergonzado.
—¡Y qué sos si no! ¡Eh! ¿Qué sos, Ana? ¿Sos bi? Porque ya sabemos que Paki no sos, eh.
—Tengo pasado igual que vos y que todos.
—¿Qué? ¿Igual que yo? ¡Igual que yo, no! Yo nunca estuve con un pibe. No cojo con pibes; me dan asco... Ni siquiera tengo amigos, no me interesa. Eso vos no lo entendés, nena. No lo podés entender... ¡Ay!... ¡tan sociable, ella! ¡Claro! No. Ni vos ni tus amiguitos intelectuales de la facultad, que no saben nada de nosotras...
—Ay, pero qué decís, Mariel, acordate de que acá la que no quiere que los otros se enteren de que somos pareja sos vos, eh. Si no les dije nada fue por vos. Por vos fue. Por mí que se entere todo el mundo; ya soy grande y me la aguanto.
A Mariel le cambió la cara, se le instaló una sonrisa imprevista que no pudo controlar, como la de un niño que encuentra un paquete grande de regalo.
—¿Así que somos pareja vos y yo? —dijo después de un breve silencio, cuando las facciones tensas se habían ya disipado.
—Y sí, ¿no? —contestó Ana.
—Bueno, no sé… no sabía… Nunca me lo habías dicho… nunca lo hablamos, ¿no?
—¿Todo hay que decirte a vos, pendeja? Vení, dale —respondió Ana y se golpeó los muslos con las manos en una señal para la otra se le sentara ahí.
Mariel obedeció y quedaron frente a frente. Iba a decir algo, pero Ana le apoyó vertical el índice en los labios y le acarició con la mano izquierda la espalda. Y comenzaron un largo y profundo beso.
—Así que sos mi pareja —susurró Mariel mientras Ana jugaba con los dedos de ambas manos en su cabello por arriba de las orejas.
—No sé. Pensalo —y la besó.
—Parece como que sí —cortó Mariel.
—¿Estás segura? —Volvió a besarla— ¿Bien segura? —otra vez la besó.
Mariel le desabrochó el corpiño con las manos bajo la remera mientras le besaba el cuello. Cuando se disponía a desnudarle el torso Ana la detuvo.
—Va a venir Pablito, Mar.
—Que espere —dijo Mariel.
—No… ¿Sabés qué? Mañana nos vamos a levantar tarde, te voy a hacer el desayuno y después la comida y nos vamos a quedar todo el día las dos desnudas acá tiradas sin hacer nada…
—¿Sin hacer nada, nada?
—Nada que no nos guste. Nada que no tengamos ganas. Nada que no te haría yo ahora. Muchas veces.
—Qué bueno que vivas sola.
—Qué bueno que estés acá conmigo, pendeja —Ana apagó el cigarrillo, que se había consumido hasta el filtro.
—No me digas pendeja, mala.
—¿Soy muy mala yo?… ¿Sí?
Volvieron a fundirse en un beso prolongado. Mariel le frotaba los pezones e insistía en movimientos como para quitarle la remera. Ana le agarró las manos y se llevó ambos índices a la boca. En eso estaban cuando sonó el portero eléctrico.
—¿Querés que vaya? Capaz que si bajo yo, se arrepiente y se va —dijo Mariel.
—No. No. Quedate. Yo voy —dijo Ana mientras se abrochaba el corpiño.
Cuando Mariel quedó sola se puso a intentar desbloquear el teléfono de la otra, que había quedado sobre la mesa. Probó varias veces combinaciones de líneas y dibujos, pero no tuvo éxito.
Ana abrió la puerta de entrada del edificio. Afuera estaba Pablo, que traía una bolsa con una botella dentro.
—Mirá lo que conseguí —dijo él y sacó un vodka de la bolsa.
—Pasá, dale —lo apuró Ana.
—¿Qué pasó? ¿Para qué querías que vuelva?
—Estoy embarazada, boludo. ¿La podés creer? Estoy embarazada.
Ella quedó quieta, con las llaves en la mano y mirándolo a los ojos. Pablo le sostuvo unos segundos la mirada y no dijo nada. Puso la botella en la bolsa.
—El casamiento de Diego. ¿Te acordás? Tuvo que ser ese día, porque hacía años que no cogía con un tipo, y fue la última vez.
—Qué pedo nos agarramos juntos ese día —Contestó Pablo y la abrazó fuerte y la bolsa con la botella quedó colgándole de la mano sobre la espalda de Ana, mientras los brazos de ella caían inmóviles sin reacción. Así quedaron unos segundos, hasta que Ana atinó a apoyar la mejilla en el hombro ajeno y por fin le puso las manos en la espalda, como sin ganas, y cerró los ojos.
—Está bien —dijo Pablo y le dio un beso con ruido en la cabeza, en la franja de mechones crecidos, y quedó quieto en esa posición.
Ana abrió los ojos y apartó la cabeza del hombro. Él no la soltaba.
—¿Está bien?... ¿Está bien qué?
—Eso. Que sí. Que me encantaría vivir con nuestro hijo y con vos.
Ella tuvo que forcejear para liberarse. Una vez que lo hubo logrado tanteó como por reflejo los bolsillos del jean en busca del paquete de cigarrillos o de alguna cosa que, de todos modos, no estaba ahí, ni en ningún lugar.
—Estás loco, hijo de puta —le dijo.
—Sí. Puede ser. Pero no me importa, ¿sabés? Sos lo mejor que me pasó, Ana. Si fuera por mí…
—No tenés idea, ¿no? ¿Realmente no entendés lo que hiciste? Zafá de acá.
—Entiendo que te guste la pibita, pero eso no tiene nada que ver, Ana. Ya se te va a pasar...
—¿Les dijiste algo? Mirá que el único que lo sabe sos vos.
—Qué voy a decir. Igual no te creas que son boludos, eh. Pero a nadie le importa, quedate tranquila con eso.
—Mariel no quiere que se enteren. Es medio introvertida, viste.
Ana anduvo unos pasos hacia el ascensor. Pablo la siguió.
—Qué querés hacer —preguntó él mientras la seguía a paso lento por el pasillo.
Ella se dio vuelta antes de ingresar a la cabina.
—Me lo voy a sacar.
Pablo se quedó parado y mudo unos segundos, luego se apuró tras ella.
—Ah, claro. Cierto que tenés quince años ahora —dijo, y la agarró del brazo para detenerla.
—Soltame, boludo, dale.
—No. Quedate ahí. Tenelo y yo me hago cargo solo. Hago lo que quieras. Por vos hago cualquier cosa, lo sabés.
Ana se quedó parada junto a la puerta abierta del ascensor mirando el suelo.
—¿Por mí?… Entonces dejame que me lo saque y no me jodas más.
—¿Ah, sí? ¿así que yo te jodo ahora? no sé para qué me estuviste hablando. No sé para qué me dijiste, si total no puedo decidir nada y encima te jodo...
—Quiero que me acompañes. Nadie lo sabe. No quiero que nadie se entere.
—¿Tus viejos tampoco? ¡No me jodas!… Te das cuenta de que te estás portando como una pendeja caprichosa de quince años, ¿no? Y además sabés que el lunes me voy de viaje.
Ana entró en el ascensor.
—Sí, por eso te lo dije ahora. Cuando vuelvas quiero que me acompañes, no quiero ir sola.
—Bueno. Listo. Te importa un carajo todo. Yo te importo un carajo. Mejor abrime allá que me voy a mi casa.
—No te sentí muy preocupado por lo que yo quería o no… Mejor subí, dale.
Pablo resopló como muestra de fastidio.
Ella quedó parada en la cabina con los brazos en jarra y ahora mirándolo a los ojos. Él meditó un momento, volteó hacia la entrada del edificio como para retirarse. Finalmente entró en el ascensor y cerró la portezuela. Ana apretó el botón del noveno piso.
—¿Sabe la pibita?
—¡No seas boludo!... ¡Ojo con lo que decís, eh!… Ni se te ocurra.
Pablo la acalló con una risa discreta, como si las tensiones hubieran quedado atrás y los ánimos volvieran de a poco a levantarse. Pero ella seguía seria.
—Te cabe la piba, ¿no?
—Me encanta, sí. Lo bien que la pasamos…
—Cogiendo, claro —interrumpió él.
—Qué querés decir con eso.
—Nada.
—Cómo nada.
El ascensor se detuvo. Pablo abrió la puerta, la hizo pasar y le dio una palmada en las nalgas con la mano derecha, en la izquierda llevaba la bolsa con la botella.
—¡Qué hacés, boludo!... ¡Quién mierda te creés que sos! —le recriminó en voz baja. Él le sonrió como si nada y cerró el ascensor.
—Te calmás. Te lo digo en serio, hijo de puta. Que la otra vez en pedo haya pasado algo no quiere decir nada. Fue una mierda y no sé… no quiero ni acordarme de cómo pasó. Y mejor no hablemos nunca más —volvió a retarlo enérgica pero en voz muy baja. Se había agitado un poco.
Cuando ingresaron al departamento Mariel se hallaba sentada a la mesa. Ana agarró el celular y lo guardó en el bolsillo.
—Cómo va, Mariel. Tanto tiempo —bromeó Pablo, y la otra le contestó con una sonrisa no muy efusiva.
—Mirá lo que conseguí —siguió hablándole a Mariel, y le hizo ver la silueta de la botella.
—¿Qué? ¿Vamos a seguir tomando? —dijo ella.
—Da para un traguito; esto no deja resaca —contestó Pablo.
—Voy al baño —avisó Ana.
Pablo se sentó y sacó el vodka de la bolsa. Se puso a mirar la etiqueta. Mariel no dijo nada.
Ana trabó la puerta del baño, sacó el teléfono y se dispuso a orinar. Ahí sentada comenzó a mirar el Facebook; ya algunos de los chicos habían subido fotos y comentarios de la reunión. Dio al azar con algo de Diego y cambió para ver su perfil. Encontró fotos de la fiesta de casamiento, de unos veinte días atrás. Pudo oír que Mariel y Pablo habían comenzado a hablar. Mientras miraba las fotos sintió una especie de náusea; estaban todos ahí: los chicos de la facultad posaban alrededor de tres botellas de champán, las amigas de la novia, Pablo con un vaso de naranja, todos menos Mariel, a Mariel no la invitaron. Se incorporó de súbito y escupió entre arcadas en la pileta. Se vio en el espejo la cara enrojecida, las lágrimas en las mejillas. El cuerpo se le dobló hacia abajo; soltó el teléfono y volvió a sentarse en el inodoro. Allí quedó un rato con las manos en el estómago y la nariz apretada entre las rodillas temblorosas. Las lágrimas y los mocos le caían por las piernas aún desnudas. Entonces se incorporó y abrió la ducha, se quitó toda la ropa y fue a pararse bajo el limpio y humeante chorro de agua.



Texto agregado el 09-09-2015, y leído por 738 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
25-01-2016 Es muy bueno, hay que saber leerte. un abrazo tuki
18-01-2016 Juventud, sexo y un boludo con una botella de vodka, con eso ya te armas un culebrón de putamadre, eh? kroston
14-11-2015 Imposible de leer. tarquino
15-09-2015 Acabaron de fregar los vasos y platos ? iolanthe
15-09-2015 Acabaron de fregar los vasos y platos ? iolanthe
 
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