En un bar suena la música del más allá, con mortuorios ecos que atraviesan el alma una y otra vez; como puñaladas capaces de matar y de resucitar. Su femenina voz permanece casi inmutable, con la cabeza levemente inclinada hacia su hombro. La mujer canta fríamente junto a un piano, un bajo y el triste arrastre de un viejo bandoneón.

Lluvia y tiempos de ausencias injustificadas aguardan bajo el subjetivo vendaval interno. La postergación existe, la duda permanece, lo pendiente se erige como lo más seguro e inevitable haciendo del caminar algo imposible. De los cielos caen las últimas gotas y se ha vuelto a esfumar todas las expectativas. Mientras tanto, ella trata de mantenerse firme. Las buenas noticias se han visto opacadas con las no tan buenas y un escalofrío recorre su existencia. Cada tanto mira el calendario, las semanas se evaporan: ya no hay tiempo ni espacio que resista la velocidad del propio mundo.

Por momentos siente una gran preocupación: cree que está perdiendo parte de un ser más que valioso y no encuentra la manera de recuperar la armonía, conservar lo valorable. Cuando los amaneceres se presentan como hermosos, los desenlaces bien podrían poseer la misma cualidad. Sin embargo, persiste la incomprensión de desconocer por qué ello no siempre es así.

Esboza un tímido “gracias” y se aleja para siempre del escenario fumándose las penas en un cigarrillo. Por ahora permanecerá sin palabras. Ya las ha entregado todas. Volverá a guardar los sentimientos en el baúl del que, tal vez, nunca debieron salir.