Hace un par de semanas empecé con un proceso de ‘asexualamiento’. No es porque yo lo haya decidido así, solo desperté un día y perdí gran parte del interés en el sexo como actividad recreativa, y no entiendo a qué se debe.
Pensé primero, porque lamentablemente se me vino a la mente más de una opción, en mi constante y desastroso remedo de amante. Soy un pésimo compañero sexual por varios motivos que van desde el odio que siento por la falta de calcetines hasta mi apatía por la variación de posiciones. Creo que siempre fue así, desde la primera vez en la que no me pude quitar las zapatillas y lo hice precozmente con un pitillo a la rodilla, hasta la última vez que fue con la musa de este escrito. Cuando pienso en lo rico que es el sexo (porque rico me parece siempre el mejor adjetivo para sexo) me aborda instantáneamente la idea de desgaste físico para complacer a otro y se me olvida. No exagero, soy lo que puede ser denominado como un mero cumplidor de los retos sexuales que se presentan por azares de la vida. Esto quiere decir que solo cumplo porque, fisiológicamente hablando, puedo hacerlo, y no uso más energía de la necesaria y no pongo de mi parte buscando la satisfacción de ambas partes; y que las propuestas coitales aparecen y no las busco, como se está acostumbrado en la sociedad, porque no sé hacerlo y cuando lo intento, en un arranque de hombría latina, me veo ridículo.
No tardé mucho en darme cuenta que esto no era un factor de mi asexualamiento, ya que toda mi vida sexual se ha basado en ser un mal amante y esto no impidió que, en su respectiva época, sea un cacherito limeño más.
Luego, y siendo este el último punto que desarrollaré por un poco de amor propio, pensé en mi incierta orientación sexual. Esta orientación empezó a hacerse imprecisa debido a una serie de eventos sucedidos en el pasar de mi pubertad y adolescencia que prefiero no evocar o por lo menos no ahora debido a un capricho de escritor amodorrado. Solo diré que estos primeros afloramientos de una posible desviación generaron en mí una cierta duda: ¿seré capaz de continuar complaciendo señoritas? La idea de no tener la suficiente testosterona para dejarlas jadeando generó en mi vida sexual una sensación de dejadez. Pensar en llegar a ser un amante negligente reforzó la idea de lanzarme a los fornidos brazos de la abstinencia.
Esta fue una conclusión a la cual llegué con el transcurso del tiempo y la cual se desmoronó en el preciso momento en el que me di cuenta de que siempre he sido medio maricón y que esto no impidió que más de una señorita haya optado por mis sábanas a las de otro.
Al no encontrar el causante de esta terrible sensación de inapetencia sexual, decidí entregarme a placeres más gloriosos e igual de mundanos que este como comer, dormir, cagar, leer, fumar. Mi vida continuó de esta libertina manera durante unas parsimoniosas semanas más.
El hecho de no tener interés en follar no me agobiaba ni mucho menos. Quitarme este peso de encima me sosegaba, me llenaba de calma. Un perpetuo estado de tranquilidad se apoderó de mi vida, cosa que no me incomodó en lo más mínimo, y de mi forma de ver el mundo. Me volví una mejor versión de mí y esto le gustaba a toda persona importante en mi vida: a mí.
Todo marchaba bien con el estilo de vida que empezaba tan alegremente a adoptar, hasta que un día, sin previo aviso, ocurrió el motivo de este escrito.
Empezaba a elevar mi mente, conectarme con mi subconsciente, abstraerme y entrar en el mundo de los recuerdos, la imaginación y ese tipo de cosas que te dan las drogas, cuando una imagen que no esperaba apareció. Eclipsó mi mente un recuerdo acalorado que hizo crecer velozmente el bulto que dormía en mi entrepierna. Rauda, la arrechura se apoderó de mí y me volvió un salvaje. Irreconocible, me quedé pensando embrutecido en la pornográfica imagen que tomó dictatorialmente mis pensamientos.
Seré sincero: como todo hombre a veces pienso con la pinga (bien dura) y esta vez lo estoy haciendo. Me quedo helado, completamente frío, no me muevo y casi ni respiro porque en lo único que pienso es en ese par de nalgas de oro.
Quiero recordarla. Quiero recordar su rostro, su voz, su mirar, pero no, no puedo. Solo recuerdo su hermoso cabello dorado, rizado y resistente a los tirones apasionados, su cuello frágil pero suculento, su espalda delgada y curva como hecha con un cincel y sus nalgas, ese par de nalgas que les juro nacieron, junto a sus endemoniadas piernas, para recibir muslazo tras muslazo.
No me mal entiendan, no soy machista, ni adicto al sexo, ni me falta sexo. Solo que en este momento, en este preciso momento, solo quiero tener a esa mujer frente a mí... o estar detrás de ella para ser justos con mi memoria.
No recuerdo como esa imagen se apoderó de mi mente. Ahora solo recuerdo que estaba fumándome un porro en el balcón cuando de pronto ¡BOOM! Nalgas.
Tranquilos, no quiero que se escandalicen por lo que leen, no soy un hincha acérrimo de la sodomía. Solo soy un amante del bien ingeniado ‘Doggy Style’. Posición a la cual muchos nos hemos entregado tantas veces con vehemencia.
Sé que hice mal, sé que no debí chorrearme, no debí cancelarle, no debí dejar de hablarle; pero lo hice y ahora (y creo que solo por este efímero momento de arrechura) me arrepiento y me golpeo el pecho. Soy humano señores, erré como han errado millones y ahora busco redención. ¿No merezco ese par de nalgas? ¿Me las negarán como le negaron agua a Jesús cuando cargaba la cruz? ¿Cómo esperan que crea en un ser supremo si es que se puede cometer tal injusticia? ¿Permitirá el destino que un buen hombre se quede una vez más sin algo necesario para continuar con su existir? Desde la punta de mi duro miembro, espero que no lo permita así.
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