Lo aprendió de muy chico. No supo bien cuando empezó ni como, aunque tal vez la primera vez haya sido por picardía, de puro juguetón nomas. Pero pronto se le hizo costumbre, una práctica que le resultaba fácil llenándolo de gozo y satisfacción.
No era difícil hacerlo, a su favor jugaba su cara inocentona, esos ojos negros como de perdiz, el mechón de pelo cayéndole en la frente, y esa sonrisa innata que mostraba unos dientes blancos y parejos; y ni que hablar de las oportunidades que la gente le brindaba. Siempre iban todos distraídos, metidos en sus cosas, estando como ausentes de donde estaban.
Así resultaba fácil hurtarlos sin que se dieran cuenta. Por lo menos en el momento, tal vez mas tarde si se percataran de lo que les faltaba, algunos supondrían que se les habría perdido, otros, lo más avispados, tal vez llegaran a la conclusión de que habían sido timados. Lo que nunca podría imaginar era cuándo y por quien.
Así fue como se hizo ladronzuelo y así fue como vivió y vivía de ser ladronzuelo.
Pero no un ladronzuelo común y silvestre, de esos que arrebatan todo sin importar lo que se llevan. No señor. El era, y es, un ladronzuelo delicado y especializado, solo sustrae lo que le interesa, lo que elige metódica y prolijamente, lo que agrada a su espíritu, en resumen, podemos decir sin temor a equivocarnos, que es un ladronzuelo entendido en la materia que lo ocupa.
Es un ladronzuelo de miradas.
Sí señor, solo se apropia de las miradas que le interesan, sin que sus dueños se den cuenta. Las toma sin permiso, obviamente, y con gran disimulo se las lleva consigo hasta su pequeña pieza de la calle Catamarca, allí, a la altura de la Autopista, esa que corre casi sobre el techo de su habitación.
Su cubículo se encuentra en la azotea de la Casa de los Tres Cuartos, la que está escondida detrás de esa tapia alta con una sola puerta, a la derecha, según se entra, del largo pasillo franqueado a la izquierda por el inmenso paredón de la Panadería.
El pasillo es largo, diez o quince metros desde la puerta de entrada, sobre el final gira a la derecha y desemboca en un patio ancho, de tres o cuatro metros, en el que, a la derecha están las habitaciones que se alquilan: en la primera, Celestino y doña Luzia, los portugueses que tienen un puesto de pescado en el mercado de la calle Inclán. Frente a su habitación, cruzando el patio, esta la cocina a kerosene donde todos los días cocinan sardinas con vino blanco.
Celestino y doña Luzia, tienen olor a naftalina. Lo siente cuando atraviesa esa parte del patio.
Después viene la pieza de don Nicosia, un tano de Catania que oficia de zapatero remendón en un local que alquila frente a la Plaza Martín Fierro, casi nunca esta, y cuando esta, casi nunca habla, solo saluda con un “ciao” mordido entre dientes.
Al fondo están las dos habitaciones y la cocina de los Bartomeu, un matrimonio catalán que tiene dos hijos, Alberto, que quiere ser jugador de futbol de San Lorenzo y Concepción, llamada familiarmente Conchita, una morocha de hermosos ojos y nada más, porque apenas si está entrando en la adolescencia y todavía no se desarrolló.
Los Bartomeu rotan toda la semana por distintos barrios tienen un puesto en la feria, pero nunca llega a recordar de que es el puesto de los Bartomeu, aunque le parece que es de fiambres o de almacén.
Al costado de las piezas de los Bartomeu, hacia la izquierda, están los baños, dos con retrete y dos que solo tienen duchas, y frente a ellos, los piletones para lavar la ropa.
Allí es donde nace la escalera, de hierro, pintada de verde, pintada es un decir, porque está bastante descolorida, que lleva a la terraza donde él tiene su pieza, un cuartucho de tres por tres, con techo de zinc, que está casi debajo de la autopista.
Esa es su guarida, allí guarda el producto de sus pillerías: las miradas.
Con ellas tiene decorado el cuartucho: las miradas lánguidas ofician de horizonte, arrancan de la mitad de la puerta, circunvalan la pieza con pequeñas elevaciones por aquí, luego se nivelan, rodean la cabecera de la cama, se alzan sobre la pared opuesta y descienden casi hasta el piso al llegar nuevamente a la puerta.
Luego están las miradas vacías, sin color ni energía, poco expresivas, en ocasiones están por sobre las lánguidas, otras bajan hacia el piso o se pierden la pared, hacia el infinito, generalmente las acompañan las miradas perdidas, extrañas, extraviadas y sin rumbo, como deambulando por ningún lado.
De vez en cuando se intercalan algunas miradas ingenuas, claras, limpias, dulces, que dan un toque de honestidad y sinceridad espontánea al conjunto, en contraposición a estas, también de manera fugaz, suelen asomar miradas esquivas, como con cierto temor a ser descubiertas o reconocidas por algo, como si mintieran o se estuvieran ocultando.
Hurgando bien entre todas las miradas, se pueden distinguir las que le resultan más difíciles de hurtar, las miradas profundas, transparentes y que observan fijamente pero con suavidad.
Alrededor de la puerta y sobre el ventanuco que da a la terraza, se amontonan las miradas tristes, de ojos caídos, lacrimosas, como si aún añoraran el estar con sus desposeídos dueños.
Ocultas en los marcos, en el zócalo y en la junta de las paredes con el techo, como cucarachas, se hallan las miradas maléficas, estas son miradas fuertes, fijas, cargadas de envidia, generalmente en yunta con las miradas que matan, esas que expresan malos deseos al mirar con odio, rabia y recelo.
Hay otras que, cuando las observa, nunca sabe bien si ponerlas al lado de las oscuras o no, son las miradas retadoras, las que se muestran con la ceja levantada, ojos que miran fijo, de frente, que escudriñan, tal vez recriminándole el haber sido despojadas de sus dueños.
En el techo, justo sobre la cabecera de su cama, se agrupan las miradas amorosas, cargadas de afecto positivo, profundas, suaves, idealizadas, algunas de las cuales casi le resultan miradas libidinosas, que lo observan como si lo desnudaran.
Las que siempre le dan trabajo para encontrar, son las miradas ausentes, que divagan por otros caminos, esas miradas serenas pero distantes que no le prestan atención suficiente.
Con las que se siente a gusto y las disfruta con verdadero placer cuando por fin las encuentra, son las miradas seductoras, esas con los ojos semiabiertos, profundas, cargadas de sensualidad, plenas de prometedores goces y ciertas delicias. Son las que desea encontrar cada noche antes de cerrar sus ojos, para soñar con ellas, disfrutarlas.
Pero es en vano, cuando en la madrugada el cansancio lo vence y se entrega al sueño, indefectiblemente lo acompañan las miradas de reproche, esas que miran de frente, con serenidad, manteniéndose fijas, como si hurgaran realmente dentro suyo y le transmitieran un regaño a su alma metiéndose en sus sueños y le sermonearan su actividad.
Pero él no se rinde, seguirá con su ilegalidad de hurtar miradas, por lo menos hasta que pueda encontrar la única que todavía no ha hallado, la mirada del amor. |