Atic Nahuel Sojo, hijo de un migrante japonés y de una criolla mestiza con sangre mapuche, nació en Bajada del Agrio, Neuquén en 1939, cuando era raro ver por allí un japonés.
Es biólogo molecular, pero antes estudio Ciencias Biológicas en la UBA y anduvo de paseo mucho tiempo coleccionando especímenes marinos.
Anduvo por el Mediterráneo, por Asia, por Oceanía, por Brasil, y también por Centro América, siempre buscando el mar y sus bichitos. En sus largos viajes leía y leía mucho, hasta llegó a leer a Herodoto y allí se enteró que por el siglo IV AC, los etíopes decían poseer una fuente de la Juventud que les permitía mantenerse siempre jóvenes.
Bañándose en el mar del Caribe encontró una medusa pequeñita, muy pequeñita, tan pequeñita que la uña de su dedo meñique le resultaba grande para sostenerla, preguntó como la llamaban por allí y le dijeron que le decían la “medusa perpetua”, porque nunca se moría.
Intrigado, fue a ver a un viejo pescador que le mostró una que guardaba en una pecera y que según él había heredado del bisabuelo de su abuelo y siempre estaba allí, flotando sobre un montón de pólipos del fondo de la pecera.
Como buen biólogo, se intrigó y recogió del mar unos ejemplares que guardó cuidadosamente.
De regreso a su hogar se enteró que se científicamente se llamaba Turritopsis Nutricula y que efectivamente era el único caso conocido de un metazoo capaz de volver a un estado de inmadurez sexual, colonial, después de haber alcanzado la madurez sexual y por tanto teóricamente, este ciclo puede repetirse indefinidamente, presentándose como biológicamente inmortal.
Después de muchos estudios e impulsado por el apetito de saber que guía a los jóvenes, decidió clonar una célula suya mezclándole ADN de su estudiada Turritopsis.
Debía andar por los veintiocho, treinta años cuando realizó este experimento.
La clonación fructificó y en poco tiempo Atic Nahuel se encontró con que en su laboratorio tenía un hermoso bebé que crecía rápidamente, digamos algo así como tres veces más rápido que los bebes que nacen producto de una reproducción natural. Llamo Hitotsu a este niño, que en japonés quiere decir uno.
Hitotsu, creció rápidamente, al año ya parecía de tres, a los tres de nueve y a los seis de dieciocho.
Cuando alcanzó Hitotsu esa edad, también logró su despertar erótico y con él su madurez sexual, allí nuestro biólogo comenzó a notar que Hitotsu repentinamente dejó de crecer y, al contrario, se iba rejuveneciendo, al punto tal, que al cabo de seis años, nuevamente era un bebé.
Pero que llegado el momento de su retornar a los pañales, recomenzaba el ciclo de crecimiento, idéntico e igual al originado por la clonación.
Cuando este reciclaje de Hitotsu cumplió su ciclo Sojo ya tenía más de cuarenta y cinco años y algo más de sabiduría, lo cual lo llevó a pensar que algo estaba mal, puesto que su pequeño Hitotsu no superaba los dieciocho años.
Realizó nuevos estudios, mejoró algunas técnicas, hizo algunas consultas y finalmente decidió clonar una nueva célula suya. Así hubo de nacer Futatsu, o sea dos en japonés, quien repitió la misma historia que su hermano Hitotsu, solo que en lugar de comenzar a rejuvenecer a los dieciocho años, lo hacía a los quince.
Nuevamente esperó que Futatsu cumpliera el ciclo y que Hitotsu llevara otros tantos, cuando, a los sesenta y pico, Sojo, realizó su última clonación, de la que surgió Mittsu, tres, quien a su vez crecía al mismo ritmo que sus predecesores, pero comenzaba a rejuvenecer alrededor de los once años.
Hoy, los ojos de Sojo ya no son los de antes, ni tampoco su interés por la ciencia, pero aún se lo puede ver paseando todos los días por el Jardín Japonés de Palermo, algunas veces con tres muchachos de once, quince y dieciocho años, idénticos a él, otras con unos niños, el mayor de los cuales no supera los nueve años, mientras el menor transita en un cochecito jugando con un chupete o tomando una mamadera. |