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El ritual estaba por comenzar. Papá se preparaba para encender el decimosexto y último cigarrillo del día mientras movía el pocillo de café. Esos precisos movimientos llevaban consigo la autorización de levantarnos de la mesa.

Ya había terminado el programa de Disney y el reloj del bargueño daba casi las 9 de la noche del domingo. Mamá estaba lista para lanzar su descarga, pese a las acostumbradas caras de reproche que le poníamos. Aplaudiendo repetidas veces lanzaba su acostumbrado latiguillo: “vamos, vamos, que los domingos hay que acostarse temprano porque mañana hay colegio y están muy cansados”.

Esos domingos de invierno eran muy activos, papá nunca se levantaba, mamá nos preparaba el desayuno y a las 9 ya estábamos saliendo con los bolsos para tomar el 110 al club Comunicaciones. Nos ponía unos billetes en el bolsillo y nos despedía con un beso.

En la esquina de Malabia y Padilla estaba el palito blanco de la parada. Rodeados de un silencio total esperábamos al gigante azul mientras saltábamos sobre la escarcha del agua podrida.

Entre los tres hermanos no sumábamos ni treinta años, pero en aquella Buenos Aires la maldad estaba reservada sólo para los barrios oscuros.

Apenas se vislumbraba el Bedford desde la Avenida Corrientes estirábamos los brazos hasta el instante mismo de su detención. El chofer metía su brazo izquierdo debajo del tablero y accionaba la palanca que abría la puerta. Mi hermano mayor era el que compraba los boletos y los guardaba celosamente en el bolsillo por si subía algún guarda a controlar.

Siempre conseguíamos asientos. La pelea era capturar el de la ventanilla para recibir la brisa que entraba por la rendija de la ventana que nos congelaba la nariz.

El chofer dominaba a la bestia dentro de su asiento espacial. La radio sonaba fuerte con la previa del turismo carretera. Pequeñas luces de neón rodeaban el enorme espejo que colgaba sobre su cabeza bailando junto a las interminables filigranas, el largo rosario con la cruz colgaba desde la llave del tablero, y el volante nacarado hacía juego con la borla de colores que jugaba en la palanca de cambios.

El día transcurría entre partidos de fútbol, sánguches de salame y cocas. A la vuelta nos esperaba la obligatoria bañadera con agua bien caliente para sacar toda la mugre y suavizar los raspones en los codos y rodillas. El vapor del baño se mezclaba con el aroma de la comida casi lista.

Con los fideos en la panza nos íbamos a dormir. Al rato mamá venía para la pieza, nos daba un beso e invariablemente iba a la punta de la cama y metía sus manos debajo del pliegue de la frazada asegurándose que no se escape el calor.

En la punta de mi cama, hecho un ovillo, estaba mi perro, un ovejero alemán de enormes proporciones con quien compartía el territorio del minúsculo lecho de una plaza.
Mi perro tenía mucha experiencia, en cuanto mamá decía, “chicos a dormir”, el salía disparado y se zambullía en la cama, y como cualquier ser humano, apoyaba la cabeza en la almohada.

Apenas me veía entrar al cuarto, Homero levantaba las orejas y me sacaba la vista haciéndose el desentendido. Ahí comenzaba la batalla. Me paraba a su lado, lo semblanteaba y le susurraba palabras dulces acariciándolo. Homero, nada, solo movía sus ojos, inmóvil. Entonces, lentamente, metía mis pies debajo de las sábanas haciendo un poco de equilibrio y comenzaba a empujarlo. Era como luchar contra una montaña, la planta de mis pies intentando mover ese peso muerto. Al cabo de dos o tres minutos firmábamos el armisticio y cada uno en su lugar.

Mi hermano se dormía en un santiamén. Yo me quedaba bien callado esperando que comience el programa de Tato Bores que, invariablemente, papá veía todos los domingos a las nueve de la noche.

Desde el pasillo llegaba ese torrente de palabras incomprensibles y las risotadas de mi viejo.

Expectante, aguardaba la tanda de publicidad para escuchar la melodía de Otard Dupuy.

En el techo del cuarto danzaban los destellos de la tele que se filtraba desde el pasillo, tonalizados por el color naranja que despedía la estufa.

En ese mundo tan placentero cerraba mis ojos esperando un nuevo día.

Un niño, un hogar, cobijo y esperanza.

Texto agregado el 02-09-2015, y leído por 83 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-09-2015 Nos cobjia poco este cuento que, tal vez, debe seguir la anécdota. Delirium
02-09-2015 Una historia de esos hogares calentitos e inlvidables.Me encanto.Un Abrazo. gafer
 
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