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Versión libre del cuento de ZEPOL con el nombre HEIL HITLER realizada bajo su permiso


He pasado muchos, muchos años trabajando en el mundo del cine. Embelleciendo a veces, afeando otras, siempre trabajando con las fisonomías de los actores que en mis manos se transformaban en cera a la que dotaba del aspecto que yo deseara. He colaborado con los más grandes Murnau, Wiene o Lang, y participado en casi todas las películas que se filmaron en la UFA durante sus años de esplendor. Esplendor o delirio más bien. Años en los que las pesadillas brillaban y la locura diseñaba los decorados por donde deambulaban los figurantes. Yo había estado antes también en Verdún y, créanme, para los que hemos vivido el horror sin nombre que pude presenciar en las trincheras, la visión de escenarios asimétricos, rostros demudados y bosques espeluznantes resultaba una cura para nuestro espíritu. Aún así, el terror que anidaba en el pecho del pueblo alemán, no estaría a la altura de lo que aún nos aguardaba.

Cuando las cosas empezaron a ponerse feas, tuve multitud de ocasiones para marcharme a Estados Unidos, a Hollywood, donde nuestro talento estaba bien cotizado. Sin embargo, qué podía hacer un tipo como yo, acostumbrado a buscar la inspiración en las fuentes de la melancolía y la tormenta, en un lugar inundado por el sol y las estrellas de cine. Nada. Aquel no era mi lugar, no, por más que me haya arrepentido cientos de veces más tarde, cuando ya no había vuelta atrás.

No tuve problemas con la lenta transición que fueron adoptando los estudios, mis queridos estudios UFA, que se acabaron poco a poco convirtiendo en una herramienta de propaganda del nuevo Gobierno en manos de Hitler. Logré adaptarme gracias a la presencia del mayor y mejor director que haya conocido en mi carrera, Goebbels. Él era un visionario para quien Alemania era un inmenso plató, y todos los alemanes, perfectos actores.

Los comienzos fueron piezas sencillas donde se apelaba a los tradicionales iconos germanos. Echaba de menos las atmósferas tétricas y esquizoides de antaño, en esos momentos en los que todo era lozanía, juventud y patria. Aún así, todo aquello venía envuelto por una atmósfera enfermiza que suplía con mucho la más terrorífica escena de Nosferatu. Ruego que me disculpen, pues yo sólo era un enamorado del cine y en absoluto pretendía hacer el daño que provoqué.

En realidad yo era un genio, y eso lo sabían mis responsables, lo que no me esperaba fue aquella visita de Goebbels en persona a mi taller. Estaba en ese momento terminando unos pectorales para un vigoroso atleta cuando irrumpió sin llamar cerrando a su paso la puerta. Me explicó que conocía a la perfección mi destreza y que en esos momentos, Alemania, el Sistema, precisaban de mí. “¿Qué ha ocurrido?” Preguntaría intimidado. “Nuestro Führer, ha muerto.” Aquella noticia me trajo sin cuidado, salvo por el temor que comenzó a asaltarme por las consecuencias que podría tener sobre la continuidad de mi trabajo. Fue entonces cuando aquel genio de Goebbels me explicaría su plan maestro. Daba lo mismo, daríamos la oportunidad a cada alemán que así lo quisiera de ser Hitler. “¿Cómo?” exclamé entre incrédulo y dudando sobre la cordura del tipo que tenía delante. La idea consistía en que cada ciudadano que deseara resultar aclamado por las masas por unos instantes, pasaría por mis manos para que adoptara la apariencia del Führer. Los discursos, a manos del propio Goebbels, y los exabruptos, fácilmente imitables, serían lo de menos. Me asomé a la seguridad de su mirada y no pude por menos que sentirme arrastrado para construir de nuevo aquella sociedad demencial de Metrópolis.

He de admitir cierta preocupación con las primeras personas que pasaron por mis manos. Yo apreciaba bastantes diferencias con el original, el pómulo, el gesto de la mirada… subestimaba el efecto que hace una multitud aclamando al ídolo que se agita en un púlpito a cientos de metros de distancia. De hecho, aquello llegó a resultarme molesto. A veces pensaba que si hubiéramos puesto una vaca, el público hubiera reaccionado igual. Empecé a cometer algunos excesos que me valieron la llamada al orden de Goebbels cuando por ejemplo hitlerizé a algún ejemplar rubio de casi dos metros o llegué a sopesar hacer lo propio con mi joven vecina a cambio de algún favor sexual. Pero lo que me resultó más extraordinario era descubrir los rostros que había hitlerizado en ocasiones anteriores, totalmente entregados, entre la multitud asistente al mitin de otro actor.

Nunca llegué a comprender el fenómeno. Es cierto que a los voluntarios se les decía que Hitler estaba en otro lado y tal y cual. De hecho, salvo Goebbels y yo, creo que nadie más sabía que el Führer llevaba ya varios años muerto cuando decidimos invadir Polonia. Y utilizo un plural indeterminado porque soy incapaz de discernir de quién surgió aquella decisión o si surgió de alguien concreto incluso. La danzante e inaprensible cara de Hitler se fue adueñando de todos hasta el punto que resultaba imposible determinar qué actor había tomado determinada decisión o había dado una orden precisa y para cuando quisimos darnos cuenta, aquello ya estaba totalmente fuera de nuestro control.

Los actores que creían hacer de Hitler actuaban de la misma manera que suponían hubiera actuado él, creando una entelequia monstruosa que fue avanzando por toda Europa. Goebbels mismo llegaba con dificultades a las exigencias de crueldad que reclamaban el panadero de Silesia para con los franceses o el zapatero pomerano con los judíos. En algunas apariciones mi trabajo por ejemplo fue francamente malo por las prisas con las que íbamos, pero la multitud fingía no darse cuenta, aguardando al momento en que desde la Oficina de Seguridad del Sistema se les llamara de nuevo para interpretar otro papel.

También me resultaba sorprendente las pocas filtraciones que se produjeron. Obviamente si alguien comentaba más de la cuenta algo acerca de los pinitos que daba como orador llevando un mostachito y el resto del tinglado organizado alrededor de esas comparecencias, desaparecía con carácter inmediato. Pero incluso estos casos se producían más por estúpidos con necesidad de pavonearse, antes que a causa de las sospechas acerca del Sistema organizado o incluso una pura intención de desmontarlo.

La guerra siguió su curso, al igual que la demencia de todos aquellos que interpretaban al Führer. Los recordados episodios en los que Hitler perdía los papeles eran literalmente eso, por ejemplo un sastre lleno de rabia que no sabía qué decir. Incluso ante la inminente derrota, la lista de voluntarios que había perdido todo con la guerra, deseosos de su momento de gloria, era interminable.

Y ahora sólo resta mi gran obra final. Algún actor decidió encerrarnos a todos en este búnker pero nadie comprendería que de entre los restos humeantes del hormigón no aparezca nada parecido al que se conoció por Adolf Hitler, por lo que en esta ocasión soy yo quien está delante de mi espejo para repetir los pasos que ya conozco de memoria. Ahora pienso en cómo hubiera sido mi vida en Hollywood, si todo el talento que he derrochado aquí, allí podría haber sido reconocido con varios Óscars por ejemplo, en lugar del silencio ante la forzada discreción que aquí me he debido imponer. En realidad nada ni nadie me obliga a que sea yo quien interprete este último acto. Es más, podría tomar a cualquier muerto para hitlerizarlo pero tras todos estos años creo que no podría vivir sin que mis pesadillas vivan en la pantalla o campen a su antojo por este mundo.

Texto agregado el 01-09-2015, y leído por 489 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
01-09-2015 Bravo! Zepol suele ser una motivación constante a ser mejores, y lo insólito es que (shhh...) no lo sabe. Dejémoslo en su inocencia, mientras me deleito con tu texto. MujerDiosa
01-09-2015 Gracias efusivas por el homenaje. Que mi texto te haya servido de motivación es algo que gratifica y apuntala mi vacilante autoestima. Sobre todo porque es reconocida tu experticia y tu autoridad en el ámbito de las letras (¡Y quién sabe en cuántas más cosas que ignoramos!) Si contrastamos tu historia, y sobre todo, la forma de narrarla contra mi texto, la discrepancia resuena con vehemencia y me induce a trabajar más arduamente para acercarme a tu nivel. -ZEPOL
 
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