Jimmy es un turista cualquiera. Uno más de los miles de turistas idénticos, perfectamente intercambiables, que una mañana dominical abarrotan el mercado indígena de Chichicastenango. Uno más del enjambre de turistas clónicos que, armados con sus celulares y sus dólares, buscan sacar la foto más impactante, que no tardarán en compartir con su red de contactos telefónicos, y comprar el souvenir más exótico, con el que no tardarán en adornar su piso de la gran ciudad o su apartamento de la playa. Al cabo de dos horas, Jimmy ya ha recorrido unas cuantas veces la calle que une la iglesia de Santo Tomás con la iglesia del Calvario, y se ha entretenido regateando por casi cada uno de los innumerables productos ofrecidos en sus humildes tiendas: bolsos, sombreros, telas, alfombras, máscaras, pequeñas esculturas…
Karen y Andrea viven con su abuelo, quien siempre está de un humor de perros y dispuesto a arremeter contra ellas si no le obedecen en seguida. Y cómo las niñas son, como casi todas las niñas, alegres, inquietas y algo traviesas, no hay día que pase sin que alguna de ellas no se lleve algún coscorrón, algún pellizco o incluso alguna torta. Su padre las abandonó el mismo día que Karen, la pequeña, cumplió un año de edad. Y su madre, poco después, nada más conocer a su actual pareja, con quien tiene otros dos niños. Entonces pasaron a vivir con su irascible abuelo.
Como todos los domingos, Karen y Andrea han acudido al mercado a vender los collares que ellas mismas elaboran exclusivamente con semillas, como el “corazón de mono” y el “ojo de venado”. Ésa es su tarea principal, vender collares, pero las niñas, aunque son orgullosas como todos los quiché, no tienen reparos en pedir dinero a cualquier turista si la recaudación no alcanza para la comida del día, cosa que ocurre con más frecuencia de la deseada. Esa mañana, sin embargo, tienen un plan especial: hacerse con unos zapatos. Un par de zapatos nuevos para cada una. Alguien les ha venido con la noticia de que el jueves un turista se los compró a un niño, y ellas se han ilusionado. Las suelas de los suyos están llenas de agujeros debido a las largas caminatas que se pegan entre la casa del abuelo y la escuela.
Nada más que las hermanas ven a Jimmy se pegan a él y no paran de ofrecerle sus collares. “Para la esposa, para la novia, para la amante”. Él se sonríe y acelera el paso. Ellas insisten. “Te vendo barato, más barato que en Carrefour”. Él vuelve a sonreír y vuelve a acelerar el paso. Al cabo de un rato, él se para en una tienda y, tras mirar detenidamente unas mascaras, se decide por la de un conquistador español de cabello rubio y barba poblada. Cuando echa mano a la cartera, las niñas se dan cuenta de que tiene un montón de dinero. Se miran y, sin decirse nada, acuerdan que él es la persona adecuada. Empiezan su nueva cantinela. “Regálenos unos zapatos. Unos zapatos para ir a la escuela”. Jimmy no sabe cómo deshacerse de ellas. El calor empieza a apretar y se compra una botella de agua bien fría, que se bebe con deleitación. Las niñas no paran de observarle. Él se siente culpable y les pregunta si también quieren agua. Ellas vuelven a la carga. “Regálenos unos zapatos. Unos zapatos para ir a la escuela”. Él, muy serio, les dice: “no os voy a comprar unos zapatos; si queréis agua, os compro agua; si no, nada de nada”. Karen toma la palabra y le dice que está bien, que les regale agua. En cuanto las niñas tienen sus botellas, sin pensárselo dos veces, vuelcan lentamente su contenido en la calle. El estupor se apodera de Jimmy, que se queda sin saber qué decir ni qué hacer. En la cara de las niñas se dibuja una sonrisa maliciosa.
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