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Incrédulo:

Que no cree con facilidad en las cosas que no ve o que no se han probado como evidentes, aunque estén aceptadas o consensuadas por la mayoría.

¡Agente! vengo a poner una denuncia, sí por supuesto que le contaré lo acontecido, pero deje de moverse que me pone nervioso. No tengo daño alguno, pero si algo asustado, cansado y herido en mi amor propio. Verá usted: hay una feria donde hay una atracción llamada:
“El Pasaje del Terror”.
Por boca de conocidos me garantizaron una muy buena dosis de miedo. Soy algo desconfiado ¿Sabe usted? ¡¡Oiga, veo que no me presta la debida atención!! ¡¡Sí sigue así, me veré obligado a quejarme a su superior!! ¡¡Malditos burócratas!!... en fin, paciencia… pues como le iba diciendo: aboné mi entrada y cuando un esperpéntico personaje me recibió, una risa nerviosa se escapó de mis apretados dientes, es que oiga, aquello era ridículo… ¿miedo? ¿Dónde estaba? ¿De vacaciones? Mi actitud no fue muy bien recibida. La verdad es que ahora reconozco que me pasé un poco, pero es que uno es humano, y la risa es así de inoportuna.
Me tomó del brazo, diciéndome:
—Veo que al señor le parece poco —y sin darme tiempo a contestarle, siguió hablando—. Por una módica cantidad extra, le llevaré a un mundo de emociones sin parangón.
Bueno pensé: no pide mucho la verdad, veremos me dije.

Palpó en un sitio muy bien disimulado de la pared. En cuanto el mecanismo funcionó, el quejido de una puerta mal engrasada se abrió, descubriendo ante nosotros una escalera de piedra que descendía perdiéndose en la oscuridad. Mi Cicerón me dio a entender que esa era la buena dirección. Lo miré con desconfianza, la negrura que se me mostraba no presagiaba nada bueno. Con una mirada de preguntarme ¿qué pasaba, qué problema había? Yo, con decisión, lo agarré del brazo haciéndole pasar delante. A lo que él se opuso, dándome a entender que parara.
Acto seguido, sacó de su bolsillo una linterna eléctrica. Entonces, entendí, pasó el primero alumbrando el profundo y húmedo pasadizo. Conforme fuimos avanzando, las telarañas se pegaban a la ropa, el olor a cerrado me taponaba las narices, dificultando el respirar. Inmundicias dejadas en el suelo hacían ir con mucha precaución. Por las paredes de la galería, el agua corría, dejándolas relucientes y resbaladizas. El silencio era tal que mis oídos emitían un molesto zumbido.
En un descuido, el canalla desapareció, dejándome solo en la más absoluta oscuridad.
¡Ahora entiendo a los ciegos! Mis sentidos del oído y tacto, por arte de magia, se desarrollaron como si nunca los hubiera tenido. Me movía manoseando las paredes del repugnante subterráneo. Andaba a pasos cortos con miedo de tropezar o caerme. Mis oídos, muy sensibles, detectaban cualquier ruido por insignificante que fuera. Intentaba, por todos los medios, abrir al máximo mis ojos, en un vano intento por percibir cualquier claridad. Mi respiración se aceleró de tal modo que me faltaba el aire. Mi corazón bombeaba a toda potencia la sangre cargada de pura adrenalina. Los músculos de mis extremidades estaban prestos a cualquier ataque. Mis manos, al tentar las paredes, me engañaban. Cualquier imperfección de las mismas me asustaba de tal manera que parecía que tocaba algo grande y peligroso. El continuo gotear del agua que se filtraba, lo oía con tanta claridad que la misma me sonaba como un torrente. Por encima de todo este sonido, una risa se dejó oír como si estuviera en varios sitios a la vez. Burlona, estridente y espeluznante me dejó paralizado de terror. Mi instinto de supervivencia me espoleó de tal manera que, raudo, empecé a correr preso de pavor, sin importarme qué pudiera encontrarme delante. Corría como un demente, notaba cómo mi pelo y mis ropas se impregnaban de telarañas y lo que parecía ser una multitud de insectos que se paseaban por mi rostro. Sus diminutas patitas me producían una sensación de repugnancia.

Mis cansados ojos al fin intuyeron una tenue claridad que, conforme avanzaba, fue haciéndose cada vez más patente. Casi me estrello contra una gran puerta de madera de dos hojas, altas hasta la bóveda, iluminada por sendas antorchas a cada lado del portón.
—¿A ti qué te pasa? —resonó en todo el subterráneo una aguda voz. Me viré a todos los lados sin ver a nadie.
—¡Mira delante de ti, pedazo de inútil! —ahora sonaba con más fuerza. ¡Al frente solo estaba la puerta!
— ¿Un portón que habla? ¿Estoy perdiendo el juicio?
—No… no estás loco.
—Pero, ¿cómo es posible? —ahí estaba yo delante de una gran puerta que dialoga.
— ¿Qué conversaciones se tienen con una portezuela? —mi cara de desconfiado debió de divertirle, a lo que me contestó:
—Sí, una puerta parlanchina, a mucha honra. ¿Dime, tú quieres pasar, verdad?
—Sí… bueno, estoy huyendo —mi contestación no fue muy convincente, a lo que me contestó:
—Pues… ya sabes, tienes que pasar la prueba.
— ¿La prueba? ¿No será un acertijo? —mi contestación resultó de lo más cómica, ya que ella soltó varias carcajadas que fueron amplificadas por la caverna.
—Serás idiota, o te lo haces, o lees muchas novelas.
—Entonces, tú dirás… —contesté a la vez que me preguntaba, ¿qué podría ser lo que me destinaba ese pedazo de madera con picaporte?
—Acércate, receloso. Veo que eres atlético, agradecido y lleno de virilidad. No te das cuenta del calor y humedad que desprende la madera.
— ¿Qué estás insinuando, Perversa? —contesté indignado.
—Yo que tú me daría prisa, mi “Romeo”. Alguien te persigue, ya estoy oyendo las pisadas… —contestó burlona.
El caso es que tenía razón. ¿Qué hacer? ¿Rendirme a los encantos de la puerta ninfómana o esperar a saber qué? No me quedó más remedió, me acerqué y empecé acariciando la madera.
Su tacto era suave, no se notaba la rugosidad de la misma. Mis manos se deslizaban como si fueran tela de seda.
— ¡Vamos! —Me dijo con apremio—. ¿Vas a estar todo el rato tocando mi tablón o se te ocurre algo mejor?
—Bueno… como comprenderás, en cuestión de puertas ando algo verde —contesté con ironía.
—No te hagas el gracioso, tu posición no es muy favorable que digamos —con una risita de satisfacción acabó la frase, no sin antes suspirar por mis caricias—. Ves la cerradura, con su dulce agujero, te das cuenta de cómo supura de placer —dijo con una lujuria impropia de una dama.
No me quedó más remedio que, con mi dedo, hurgar ese orificio que a mi tacto se suavizaba. Cuanto más lo movía, más lo hurgaba, más lo retorcía la puerta más aullaba de placer, emitiendo dignos jadeos de las mejores meretrices del harén del rajá de las mil y unas noches. Al final del éxtasis, una de las hojas se abrió. Apresurado como el viento, me introduje sin mirar atrás. Cerré a mis espaldas. Justo a tiempo. El portón retumbaba de multitud de golpes proporcionados por mis perseguidores, a lo que la puerta contestaba.
— ¡Mmmm! Más, quiero más, ¡jojojo! Qué bien, qué gozada… ¡Vamos! Darle más fuerte.
Esa puerta, con su bonita cerradura, fue honrada. Cumplió con su parte del trato, a lo que tengo que reconocer que, sin duda, me salvó la vida. Me despedí con la mano, no sin antes preguntándome si aguantaría los envites de mis perseguidores. Pareció que me leyó o adivinó el pensamiento. A lo que me dijo:
—No te preocupes, cuanto más fuerte me golpean, más me gusta. Adiós, cariño, te has portado como un hombre, vuelve cuando quieras.

Un largo y angosto pasadizo alumbrado por humeantes antorchas, puestas a estratégicos metros unas de otras, me descubría un sórdido y mal presagió al que tenía horror por seguir, pero no podía retroceder. Avanzar era lo único en lo que podía pensar. Cuando ya especulaba en quedarme exhausto por el esfuerzo de la carrera, una tenue claridad me anunció que bien pudiera al fin llegar a algún punto final.
Al fin salí a la claridad del día, anduve deambulando, tropezando con todos, nadie me ayudaba, me evitaban a cual apestado leproso…
—¡¡Oficial!! ¿Está tomando buena nota de mi declaración? No oigo el sonido del teclado.
—¡¡Guau, guau!!
— ¿Cómo dice?
—¡¡Guau, guau!!
—Qué cobra usted poco y tiene mucho trabajo.
—¡¡Guau, guau!!
—A mí qué me cuenta, yo pago mis impuestos y pido, no exijo se me atienda con respeto.
—¡¡Guau, guau!!

FIN.
J.M. Martínez Pedrós.

Texto agregado el 25-08-2015, y leído por 157 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-05-2016 ¿Tanto terror, para que al fin te tome la declaración un perro? Presumo que estabas loco, pero no sé si ésa era la idea. El cuento es muy original, pero quizás un poco largo, aunque me he reído con algunas ocurrencias, como lo de "portezuela", o "en cuestión de puertas ando algo verde". Saludos. Clorinda
 
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