Está agobiado, cansado de todo, apesadumbrado. Hace cuatro días que no se baña y seis que no se afeita, un mes y medio sin poner un pie fuera de la casa.
Todo dejó de importarle, nada le interesa, y no es depresión, no, eso era antes, hace dos o tres años, ahora no, ahora es una desazón que lo atenaza por dentro y se le manifiesta por fuera.
Ya no le afecta que Racing gane o pierda, ni siquiera que juegue, tampoco que llueva o que el frío vaya ganando rincones en la vieja casa. Se desinteresó de los diarios que se acumulan junto a la puerta, sin ser leídos, sirviendo solo para que el viento los desacomode y el perro los orine.
De lejos parece normal, casi el mismo de siempre, pero de cerca se le nota el desaliño y ese tufo rancio de sudor apelmazado que se impregna en la ropa cuando la ausencia de agua y jabón es prolongada.
Ausente de toda ausencia, se deja pasar los días, pensando en nada. Ni siquiera lo altera las infidelidades de su esposa, allá ella con sus chanchullos, que él también tuvo los suyos. Pero eso era antes, cuando aún le encontraba sabor al sexo y a la adrenalina. Ahora no. Ahora nada.
Nada no, algo hay que aún un poco lo movilizaba, cocinar. Si. Siempre el cocinar le había dado una paz y un placer infinito, le brindaba satisfacción. No la comida en sí, no el resultado, sino el trámite de poder elaborar los alimentos, de pensarlos, de improvisar, de encontrarles el punto justo y el sabor preciso.
En eso se destacaba, y lo sabía. Tenía un arte particular y una mano especial para sazonar los alimentos.
Fue en ese momento en que se dio cuenta que hacía ya algún tiempo que hasta este hobby suyo estaba ausente, y en un raro arranque de entusiasmo se le dio por emprenderla con algo que pudiera asombrar y que no pudiera ser olvidado en mucho tiempo.
Se dirigió a la cocina, un ambiente amplio, bien ventilado, una amplia mesada de granito negro, bajo la ventana, cubre toda la pared. En esquina, una heladera de doble puerta, tipo no frost, con expendedor de agua fría al exterior que también sirve para proporcionar hielo, a continuación de la mesada.
Hacia la izquierda, una mesa redonda cubierta por un mantel azul, sostiene un florero en el que se marchitan unos crisantemos, seis sillas tapizadas en cuero la rodean.
En el centro de la estancia una isla que contiene la pileta de doble bacha, de acero inoxidable y una cocina industrial de seis hornallas con un horno increíblemente descomunal.
Sobre la pared opuesta a la ventana, junto a la puerta, una alacena de seis hojas y bajo de esta, un estante con la más variada gama de especias que alguna vez se haya encontrado en casa alguna.
Sin duda, esa cocina había sido construida siguiendo sus gustos e indicaciones y allí se sentía cómodo.
Recogió una tabla de picar de bambú y la puso sobre la mesada, tomo varios frascos de especias y los colocó a un lado, junto a la sal.
Luego allegó dos papas grandes y tres batatas medianas, las puso en la pileta para lavarlas y quitarle restos de tierra, un morrón rojo, uno verde y otro amarillo, unas cuantas zanahorias, un tallo de puerro, dos echalotes, una cebolla morada grande.
Encendió el horno y lo puso a temperatura media, le quitó la piel a las papas y las batatas, las cortó en cubos casi semejantes de dos centímetros por dos, y los metió en un bol luego de lavarlos nuevamente, los roció con aceite de oliva y los espolvoreo con ají molido, paprika y pimentón, dejándolos en reposo.
Tomó los morrones y los cortó en rodajas, hizo tres pilas entremezclando los colores, rebanó en tiras las zanahorias, en cuatro el puerro, trozó los echalotes y la cebolla morada.
Sacó del horno una asadera grande, de casi ochenta centímetros de ancho y unos tres de alto, y en el centro de la misma distribuyó las verduras de manera tal que conformaran un colorido arco multicolor.
Las roció con aceite de oliva, y sobre ellas esparció semillas de anís y de amapola, hojas de menta, coriandro, algunas hebras de romero fresco, luego, acercando el bol con las papas y las batatas, las puso en derredor, formando un cerco a los vegetales.
Le agradó lo que veía, sobre los bordes un cordón rojizo en el que de vez en cuando sobresalían las notas blancas de las papas entremezcladas con el amarillo de las batatas, y hacia el centro rojo, verde y amarillo entreverado con el verdor del puerro, y el violáceo en diversos tonos que el echalote y la cebolla morada aportaban, todo bajo la pátina del aceite de oliva.
Observó la hora, dieciocho y treinta, su esposa no llegaría hasta pasadas las veinte o tal vez un poco más tarde, calculó que con hora y media, dos horas de cocción su plato estaría listo.
Sobre la mesa acomodó un plato, los cubiertos a ambos lados, una botella de vino tinto de buena cosecha, (las carnes rojas merecen vinos fuertes), destapó la botella para que se aireara, colocó un servilleta haciendo juego con el mantel, cortó unas rodajas de pan que colocó en la panera, quitó el raido crisantemo y lo reemplazó por dos rosas rojas, sobre un papel rosado escribió: “La cena está en el horno. Disfrútala”
Fue al baño, abrió la ducha, y cuando el agua estuvo tibia, se desvistió y, por primera vez en cuatro días se dio un baño reconfortante. Se secó, alcanzó la espuma de afeitar, se humedeció la cara con agua caliente, se embadurnó con espuma blanca y perfumada y con mucha parsimonia se afeitó.
Cuando terminó se miró al espejo, parecía haber rejuvenecido tras la ducha y estando afeitado. Observó su cuerpo y vio que no se notaba ninguna acumulación de grasa que desentonara.
Desnudo, volvió a la cocina, destapo una botella de calvados auténticamente normando, traído de su viaje a Francia, fue hasta el sistema de música y colocó un mp3 de Nana Mouskouri y se dirigió nuevamente a la cocina con la copa de calvados en su mano.
Abrió la puerta del horno, comprobó que la temperatura era la que él deseaba, ajustó el reloj automático para dos horas de cocción a fuego moderado, unos ciento veinte grados aproximadamente, según calculó.
Agitó en su mano el calvados disfrutando de las emanaciones frutales que la evaporación del alcohol le brindaba, y recordando el particular sabor que tienen las carnes rojas ablandadas en bebidas blancas, lo bebió de un trago.
Tomó la inmensa asadera, gustando una vez mas de su colorido y la introdujo en el horno, miró en su derredor observando que el ambiente estuviera completamente limpio y así, desnudo como estaba se introdujo en la asadera y cerro, desde adentro, la puerta del horno. |