Lucho caminaba por una calle angosta del centro de lima. Él es de las personas que no se hacen muchos dramas, si tiene un problema lo soluciona y punto, no se inmuta, nunca lo veras llorar o quejarse.
Lucho anda pensando en su hijo, consume un cigarrillo y hace un gesto extraño al expulsar el humo de su cuerpo. Casi llegando al final de la calle esta le obsequia un olor familiar, un aroma conocido desde su infancia, cuando se mudó a la capital proveniente del norte. Una nube de humo olor anticucho ha inundado sus fosas nasales. Lucho empieza a salivar; es una reacción automática, como el perro de Pavlov, un condicionamiento clásico.
Tal cual ventrílocuo, el norteño habla sin mover los labios. Se dice a si mismo que no importa si su ex-mujer salió del país en el primer avión cuando se declaró la cuarentena debido a la epidemia. Él tiene un plan, su amigo Ricardo, el mecánico, le tiene preparado un automóvil, así que tomará a su hijo y las pocas cosas que aun importan y se dirigirá hacia la sierra del país. Buscará el pueblucho más alejado, tal vez al norte o al centro, dicen que la infección no ha llegado a lo profundo del país. Será cuestión de tener cuidado con la gente enferma que deambula por las calles. Para buena o mala suerte el virus mata rápido, lo que ha hecho que las aceras estén algo vacías y disminuye considerablemente las probabilidades de infección, que ya de por si son muchas pues este se contagia por el contacto con un infectado sea vivo o muerto. Por otro lado, una vez infectado las probabilidades de sobrevivir resultan en cifras negativas.
En la mente de lucho ocurren una serie de procesos que solo en estas circunstancias pueden salir a la luz, piensa rápido, atento a todo y a nada … absorto en sus pensamientos pero con la determinación de un francotirador para ponerle una bala entre ceja y ceja al primer payaso que se le acerque. Por ahora, siempre y cuando pueda descubrir de donde sale el olor a la delicia cardiaca de su juventud, todo estará bien.
La suerte está echada, Lucho llega a su pequeño recoveco en una quinta en la avenida Iquitos. Mira fijamente a su cachorro, está escuchando un viejo disco recopilatorio de música de Camille Saint- Saens, se acerca lentamente y le ofrece una porción de anticuchos. Dos balas menos pero su estómago está lleno y su primogénito podrá comer esta noche, mientras, suena “Danse Macabre”.
Amanece en la febril ciudad limeña, todo empezó a causa de la histeria colectiva en la que se vio sumergida, desde el paciente 0 hasta la propagación nosocomial y la declaración de la cuarentena. Los últimos vuelos partieron y luego cerraron los terrapuertos, nadie más sale ni nadie más entra, reglas básicas si tratas de contener una epidemia que en menos de 2 meses ha terminado con la vida de todo el que se infecta. Se enciende la pequeña radio a baterías que Lucho conserva como una reliquia puesto que es la única forma de enterarse de lo que pasa en el país, el estado declara la ley marcial.
Los robos y los asesinatos han desquiciado a los limeños que aún siguen con vida y se aferran a su ciudad, a una posible cura que está siendo desarrollada en Colombia, según declaro la radio con mayor seriedad del estado. Es la hora de largarse de este manicomio en el cual lleva viviendo 30 años.
Lucho despierta a su hijo, lo carga con un solo brazo y con el otro sostiene una maleta, el arma siempre en el fundillo. Camina deprisa, muy atento, dobla un par de esquinas, sigue por un par de cuadras más y logra divisar el centro de auxilio mecánico de su amigo. La calle esta desierta. Camina demasiado rápido, casi corre. Los caídos parecen observarlo desde el suelo.
Una pared pintada de azul y blanco, colores del equipo del que Ricardo era un hincha de toda la vida. Toca 3 veces la reja de metal que lo separa de la libertad y la seguridad que puede proporcionar la serranía a sus habitantes. Nadie responde. Vuelve a insistir. Nada aun.
Una voz ronca responde. Ya voy carajo, que manera de joder. Lucho sonríe, por un momento pensó lo peor. Ricardo abre la reja y los hace pasar. Todo está saliendo de acuerdo al plan. El trámite fue rápido, le entregó las llaves, le dio un par de consejos y una palmada en la espalda, sin lágrimas ni cursilerías de ese tipo. Lucho pisa el embrague, pone primera y arranca su última esperanza.
El zarramplín maneja enervado, llega a la carretera y acelera, no puede esperar para mostrarle a su hijo un lugar diferente a la grisácea metrópoli sobrepoblada donde lo ha tenido viviendo desde que nació. Un futuro mejor aún es posible. Solo tienen que sobrevivir el tiempo suficiente para que alguien halle la cura, o que se mueran todos… lo que pase primero. Va cayendo la tarde lentamente, ya la noche se asoma en su venir, el carro necesita algo de gasolina. Lucho le pide al pequeño que espere en el auto mientras él vacía la galonera en el tanque del vehículo. Duelen las muñecas, le pesa el cuerpo y se siente algo afiebrado. Debe ser por manejar tanto y tan tenso, se dice a sí mismo, no pasara nada, soy un maldito hipocondríaco.
Lucho cae débil, el pequeño grita desde dentro del vehículo. Se le nubla la visión y no puede ponerse de pie. Se sabe enfermo, por fin lo ha confirmado. Su hijo sigue gritando. Las cosas suelen perder sentido a estas alturas, en qué momento se habrá contagiado del letal virus, en que momento empezó su desgracia. Ya no hay mucho que hacer ante esta negativa ruin. Frialdad, no quiero que sufra se dice destrozado.
Los síntomas: molestias en las articulaciones, fortísimos dolores musculares, extrema debilidad, vómitos, hemorragias internas y externas, comportamiento psicótico y paranoico. Estaba claro, esa criaturita no merecía pasar por eso. Con el mayor esfuerzo que ha hecho un hombre jamás, se pone de pie. Abre la puerta. Su retoño sale disparado cual corcho de champagne y lo abraza fuertemente. Lucho deja caer lágrimas a borbotones. Termina de llenar el tanque, suben al auto y maneja por un par de kilómetros más, hasta una gasolinera abandonada. Suda frío.
- Papi, te sientes bien. ¿No estarás… enfermo?
Lucho no responde, no sabe que decirle.
- No te preocupes, no te abandonare.
Rastrilla el arma.
- ¿Qué haces?
El disparo retumbo en sus oídos.
Cuando la cabeza inerte del menor tocó el suelo, inmediatamente se formó una aureola sanguinolenta alrededor de esta. Simultáneamente Lucho ya tenía el arma dentro de la boca. Una escena demasiado fugaz y violenta, pero comprensible. Tierno y pragmático, su cuerpo se desploma. Suena irónico y desquiciado pero Lucho cayó enfermo tras comer un anticucho infectado. |