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Se despertó de golpe, solo para darse cuenta atravesaba la más absoluta de las desolaciones, una ausencia grande como un elefante la impelía (no era muy consciente de esto, puesto que jamás había albergado un elefante), pero si sabía que la urgía la necesidad de acoger en esa cavidad algo más que la nada que ahora la poblaba.
Esa nada que se manifestaba con escozores, sometiéndola al padecimiento de una humectación que se aparecía de pronto, sin previo aviso inundando la cóncava oscuridad hasta inflamar sus sienes con la intensidad de un silencio de monasterio.
Venía de un tiempo de cautelas, de tener todo controlado bajo la rígida dirección del Órgano Ejecutor: nada se hacía y nada se ejecutaba si el “manda más” no daba el visto bueno.
¿Deseaba un vestido floreado que resaltara su contorno? Inmediatamente comenzaba a llenar formularios para conseguir la necesaria aprobación y peregrinaba degastando horas a las que les podría haber dado un mejor uso, tratando de obtener los sellos afirmativos que dieran curso a su solicitud. ¿Cuanto demoraba esto? Imposible saberlo, una semana, un mes, un año o la eternidad.
Lo normal era que la ansiada permisividad arribara cuando la temporada había pasado y las flores del vestido no eran más que rastrojos que esparcían semillas, que jamás habrían de germinar por no tener el correspondiente “visto bueno”
Lo mismo sucedía hasta con lo más nimio, conseguir un buen ajuar, un lomo, penne rigate, o un simple helado de frambuesa implicaba idéntica tortura. Sin mencionar los “extras” que requerían los artículos importados.
En esos tiempos intentar satisfacer las apetencias hubiera resultado mucho más que frustrante, así que las hubo de postergar con una supina molicie.
Total, lo que se ignora no existe y si no existe no hay que satisfacerlo.
Pero los momentos habían cambiado, el extremo y autoritario control había cumplido su ciclo y comenzaba a florecer la estación del más absoluto liberalismo.
Rebosaban ofertas de múltiples productos a precios irrisorios, tanto nacionales (de una mediana calidad) como importados (a cual más atractivo). Digamos para resumirlo que el consumismo había vuelto a reinar después de décadas de oscurantismo proteccionista.
Pero aún en esta plena libertad de tener todo a la mano, no era cuestión de soplar y hacer botella en el tema de satisfacer necesidades.
Se planteaban miles de cuestiones, a cual más engorrosa. Adaptabilidad, largo, ancho, grosor, elasticidad, garantías de durabilidad, si debía ser nuevo o acaso algo usado resultaba más conveniente, año de iniciación (y esto sí era todo un problema), todos estos temas demandaban una elucubración seria y profunda.
Los modelos más recientes tenían la ventaja de resultar más versátiles, mas rendidores se podría decir, pero en su contra estaba el hecho de que su calidad dejaba mucho que desear, un uso intensivo los tornaba inservibles en poco tiempo.
Los antiguos por el contrario, tenían una mejor contextura, eran más robustos, pero los desmerecía el hecho de estar un tanto desactualizados con los nuevos vaivenes de la moda, a esto debemos sumarle el inconveniente de que muchos todavía arrastraban atavismos de la época del control estricto y no les era fácil el adaptarse.
Pero cuando el hambre aprieta no hay pan duro y planteada la urgencia de lo requerido, decidió que lo mejor era salir en búsqueda de las ofertas del día que pusieran fin a su cóncavo martirologio.
Apenas asomada a la calle se sintió inundada por el tsunami permisivo que reinaba, sin siquiera tener que completar un solo formulario ni tener que perder su tiempo en inútiles trámites burocráticos, en la esquina, encontró las más diversas ofertas que pudieran dar buen término a esa humectación que ahora no solo resultaba molesta sino que la anegaba de olores cada vez más intensos.
Con asombro ante su vista miles de instrumentos, a cual más apto, se ofrecían para dar cumplimiento a lo requerido, y todos, esto era lo asombroso, a precio de ganga.
Los había largos, medianos, pequeños, unos casi mínimos que con solo unos breves toqueteos alcanzaban longitudes inimaginables, finitos, medianos, gruesos, rígidos, flexibles, pálidos, rosáceos, café con leche, negros como la misma noche, algunos prometían satisfacciones garantizadas y durabilidad eterna, otros adaptabilidad a condiciones extremas, hasta, cuestión de tiempos modernos, los había reversibles, los que por un conservador instinto, no resultaban de su agrado.
Teniendo presente las características de su hueco, que conocía a la perfección por haberlo tanteado infinitas veces, se avocó a la tarea de efectuar una selección previa a ojo de buen cubero, y luego, parsimoniosamente ir analizando uno por uno con mayor detenimiento.
Cuando los tomaba en su mano escrutaba su textura, si ofrecía un rápido cambio de temperatura en contacto con su piel, si al apretarlo se modificaba, para bien o para mal y en qué sentido, si le parecía resistente o algo flojo, si se recuperaba de su flojera rápidamente o requería de mayor tiempo y otro sin fin de pequeñeces que, a su criterio la llevarían a seleccionar el adecuado para poder introducirlo con seguridad y satisfacción.
Dudando entre los tres o cuatro que al final fueron más de su agrado, no dudó en llevarlos a la boca para realizar una comprobación final en función del gusto que cada uno podría tener. Si bien naturalmente se inclinaba por lo agridulce, no descartaba algo tal vez más amargo (asociando no se sabe bien porque lo amargo con mayor rudeza) o hasta tal vez, algo que le pareciera sumamente dulce, igualando dulzura con suavidad.
Finalmente optó por uno negro, tal vez exageradamente ancho, pero de un tamaño mediano que según rezaban las indicaciones con el uso podría desarrollar mayor envergadura, en estado natural parecía algo áspero, pero según le informaron bien humectado se tornaba tan sedoso que hasta resultaba deseable.
Feliz de poder decidir sin tener que realizar innecesarias aprobaciones para lograr el contenido, arrastró al continente hasta su hogar.
Llegó, y en esa misma cama en la que había despertado, casi se diría que lo arrojó de tan ansiosa que estaba. Dejándolo allí, fue a ponerse cómoda de ropas, algo que resultaba propicio y hasta casi imprescindible para la ocasión y en menos de lo que canta un gallo, estaba nuevamente tomándolo con sus manos con una calidez que nunca antes había sentido.
Contemplo su anchura en la palma de su mano, y sonrió, pensando que la humectación había aumentado allí, donde tanto le cosquilleaba y que pronto, eso que anhelaba podía por fin encajar en esa cavidad que casi lo reclamaba a gritos.
Dio unos pasos de una manera extrañamente insinuante, separó sus piernas lo suficiente para sentirse cómoda, se reclinó un tanto, y con una sensualidad digna de mejores causas introdujo completamente el tapón en el desagote de la pileta.
Exhaló un suspiro pleno de satisfacción, repudiando al mismo tiempo los estrictos controles y agradeciendo la libertad de elección.

Texto agregado el 21-08-2015, y leído por 167 visitantes. (1 voto)


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