El policía miró seriamente a Alicia, se tomó 5 segundos, tomó un lápiz y levantó la bolsita llena de polvo grisácea del piso.
¿Vos sabés que es esto?, le preguntó. Alicia miró de reojo a sus dos hijos y negó con la cabeza. Quiso llorar, pero no pudo. Sacó un pañuelito de la cartera roja que apretaba contra sus generosos brazos e inmediatamente pasaron por su cabeza los innumerables tortazos, chancletazos, cinturonazos, carterazos, y muchos azos que propinaba en su rutina diaria.
Sus arrugas no se condecían con su edad biológica, pero sí con su edad vital.
Apenas había pasado un año después de parir a los mellizos cuando todo cambió.
Cuando nacieron Esteban y Horacio, fue toda una sorpresa. A partir de ese día se habló siempre de los mellizos. En realidad habían venido tres, pero la nena no quiso seguir el viaje y se bajó apenas llegó a este mundo.
La necesidad obligó a su pareja a tomar un segundo empleo de vigilancia en una cantina de la calle Necochea. Su repentina muerte en manos de un raterito con una 22 sacudió los cimientos de Alicia y todo cambió.
Los mellizos se criaron en el conventillo de la Boca con muchas tías y abuelos, el plato de comida nunca faltó, pero la calle fue su escuela y club social.
La cuadra siempre estaba llena de pibes, el bullicio era permanente y solo se apaciguaba cuando pasaba algún patrullero o aparecía algún vejete a tomar servicio en lo de Alicia.
Un día cayó una bandita de la Avenida Patricios. El jefe era Ramón, un paraguayo que no se andaba con chiquitas.
Los mellizos aprendieron rápido el oficio, Iban corriendo por todo el barrio haciendo entregas a domicilio.
Al los seis meses se ganaron el respeto de Ramón, quien le dio el control de la manzana.
Los hermanos crecían y el negocio prosperaba. Un día de mucho calor apareció un guapo que quiso hacer pié en la hacienda propia, pero con la venia de Ramón, los navajazos restauraron el orden.
A los 14 ya tenían piecita propia, las tías más jóvenes los frecuentaban todas las noches.
Cuando Alicia los vio tirados en el piso del baño, aferrados al inodoro, inundados en sus propios vómitos, no reaccionó de ninguna manera. Las baldosas estaban regadas de un polvo grisáceo, el mismo que salía de sus ensangrentadas fosas nasales.
Llamó a la policía y siguió tejiendo los escarpines.
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