Juan Camilo, como cualquiera que osara al menos salir con una niña de casi quince años, y especialmente con Catalina, tenía carro, y propio, o al menos eso era lo que dejaba saber de su vehículo gris de ventanillas forradas en una especie de celofán oscuro pegajoso, que le daba una apariencia ostentosa propia de cualquier auto que a las diez de la noche cruzaba las calles en un zigzag endemoniado y dejando al pasar un estruendo atemorizante producido por el último juguete que Camilito había adquirido gracias a sus furtivos encuentros con las billeteras de sus padres, especialmente la de su mamá, que permanecía descuidada la mayor parte del tiempo sobre el tocador. Camilo, como les venía diciendo, había instalado una enorme planta de potencia en la maleta y había comprado también un par de parlantes tan grandes como la olla del sancocho de su casa, y vivía feliz comentándole a quien se montara de copiloto, que su equipo, tenía la capacidad de hacer estallar sus preciosos vidrios negros, entonces tendría que blindarlos, cuando se consiguiera un “billete”, porque estaba “pelado”. Catalina escuchaba absorta de alegría por haber escapado al fin de su familia, y respondía en una jerga del bajo mundo, en un acento destemplado y chillón entre los chasquidos que producía al saborear su golosina de canela, mientras trataba de mantenerse sentada dentro de la silla del pasajero dando tumbos en cada curva o incluso las rectas que se volvían serpentinas con el poco tráfico.
Cuando llegaron, un adormecido hombrecillo de bigote escaso, recostado sobre un radio de dos pilas triple a, con una gorra vieja en la cabeza, intentaba no caer en el profundo sueño de los vecinos del lado de la calle, ya que los del lado del bosque de los mangos que daba a la canalización, hoy se enfrentaban a la parranda de quinceañeras que era conocida en la ciudad como una “miniteca”.
“Miniteca” era el nombre, (no sé inventado por cual genio de la etimología), que designaba una pequeña discoteca. Si, eso era. Un conjunto de luces sencillo, una caja de humo blanco con un olor dulzón no muy fuerte, una consola de sonido de pocos canales, y un juego de parlantes generalmente de mediana capacidad con los que era suficiente para molestar a los vecinos. Y con eso se las arreglaban los jovencitos para emperifollar sus muy particulares reuniones. De los aspectos que cualquiera podría resaltar como peculiar; era que hasta cierta hora de la noche, más o menos la hora en que llegaron Juan Camilo y Catalina, la distribución demográfica de toda “miniteca” se conformaba por tres grupos. En una esquina las damas; en la opuesta los caballeros, y finalmente en algún lugar inusual del recinto estaba el tercer grupo; Leonardo, el barroso. Era un pobre benjamín, corroído descaradamente por el acné, quien, demacrado por su soledad, había sido obligado a asistir a la “miniteca” por su padre para tratar de sacarlo del encierro de adolescente en que vivía, con el buen motivo de que Natalia era su prima. Aunque todos los asistentes lucían bastante parecidos con blue jeans y camisas de un solo color fuerte, apenas el negro cubría el cuerpo de Leonardo y algunas letras ilegibles con frases enfermizas y colores macabros posaban estampadas sobre su pecho y espalda, confundidas entre figuras alegóricas a Satanás. Pero pronto los dos primeros grupos se convertirían en uno y el tercero, el resto de la noche seguiría siendo él solito. Ese momento sublime de la fusión era, como bien pueden ustedes suponer, el mismo en el que el alcohol aflojaba las posturas en ambos bandos. Era como una especie de ritual, muy similar a los estudiados por antropólogos en documentales televisados sobre etnias tribales africanas, pero con elementos culturales bastante extraños. Para la muestra, la primera aproximación la hacía un macho. Pero se dirigía hacía el grupo de las hembras propulsado por un empellón de parte de alguno de sus compinches. El galán, procedía entonces a dirigir sus ojos hacía su preferida, ante las miradas y los murmullos de todos, incluyendo a Leo. Sin poesía ni cortesía alguna, la invitaba a la pista con un “¿bailamos?”, y ella, muy seria, demostrando su experiencia y lo rutinario y molesto que le parecía todo ese bochornoso espectáculo, apenas sonreía, se paraba, ponía sus brazos sobre los hombros de su parejo y daba rienda suelta a ese acto sublime. Una vez roto el hielo, no sólo los demás asistentes ocuparían la pista, también el contrabando se despojaba de su carácter clandestino, e ingentes cantidades de aguardiente empezaban a viajar de las botellas a las copas y a las bocas. Con las cosas de ese tamaño, incluso los más tiesos y descoordinados; exceptuando como siempre a Leo; incursionaban en el maravilloso mundo del baile. Las pobres niñas, quienes casi siempre todas bailaban perfectamente, parecían maniquíes desmembrándose ante los movimientos bruscotes de los caballeros ya muy alegres y zalameros, hasta el punto que un beso negado se convertía en una afrenta.
Andrés Jaramillo, era un patán de película. Había tomado cerca de quinientos mililitros de licor, y no concebía que alguna chica se rehusara a su más de metro y medio de estatura, su cara rechoncha de ojos pequeños y enorme boca, su ropa de marca muy ancha y desarreglada, que salía muy bien con su peinado indescriptible y su enorme reloj suizo que apenas podía cargar.
Manuela Isaza, tenía los mismos años que Andrés. Lo había conocido apenas el mes pasado en su fiesta de quince, y en aquel grupo no solo su cara muy pulida le regalaba pretendientes, sino también su enorme simpatía y su figura muy femenina.
Ella, en todos sus cabales, había despreciado muy cortésmente a Andrés repetidas veces durante la misma canción dominicana de moda, hasta que irritada y decidida, le gritó y lo empujó.
Al instante un dedo cayó sobre el botón del cuadrado blanco en la consola reproductora, y un corrillo de gente rodeó la esquina en la que además de Andrés caído sobre la matera, Leonardo permanecía recostado, mirando el soldado abatido de la guerra del amor, con los ojos apuntando directamente al “Miami” destrozado entre el piso y el codo sangrante de Andrés. El joven Jaramillo ridiculizado, al no poder golpear de vuelta a Manuela ante la multitud, se levantó convertido en un energúmeno de fenomenales proporciones y diminutos escrúpulos. Y quien mejor para golpear que al poca cosa de Leo.
Leonardo Cote, había pasado los últimos meses de su vida, escuchando casetes de la más oscura procedencia. Se las había arreglado incluso para encontrar el significado de las tenebrosas letras que esas descargas de sonidos distorsionados y acelerados contenían, y se había convertido en el perfecto estandarte de los adoradores de la muerte y cualquier cantidad de cultos siniestros; eso si, en un total anonimato sobre esa faceta. Su vestimenta, pocas veces tenía colores, y si los tenía, preferiblemente eran grises, azules o rojos.
Esa noche, ningún rojo completaba la horrible figura del “metalero”, hasta que Andrés golpeó su mano ensangrentada contra el pecho de Leo, frunciendo entre sus manos las letras góticas allí estampadas. Mientras lo insultaba, Andrés, preguntó como en cualquier guión de una película estadounidense, qué era lo que estaba mirando. Leo, corto de palabras como siempre y al mejor estilo de Joe Frazier, le respondió con senda combinación impresionante de siete guarapazos directo a la cara de su rival, hasta que, ante la inminente paliza, el público intervino y los padres de Natalia entraron en escena. Ambos, en bata levantadora, procedieron a terminar con el motín. La fiesta era historia. Ahora, estaba todo donde empezamos. Las mujeres en una esquina, lloraban mientras hacían sus descargos contra Andrés y Leo; las más afectadas eran Manuela y Natalia. Ésta última, ya preveía un castigo paterno, sobre todo por la cantidad de licor que había acompañado la miniteca. Catalina, trataba de consolar a ambas, hasta que su brazo derecho fue tomado por Juan Camilo, que la halaba sutilmente hacía él para decirle ¾nos tenemos que ir ya, acordate que le prometí a tu mamá ¾; Catalina fervorosa en feminismo, reclamaba¾ ustedes los hombres son lo peor ¾. Los hombres, lo peor o no, también asistían a un concejo en la otra esquina de la sala. Discutían sobre la venganza, la que próximamente, juraban tomar contra Leo, tildándolo de cobarde, ya que viéndose uno contra muchos había desaparecido.
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