El fluido carmín se escurría entre mis dedos, luego seguía su recorrido por mis palmas, para finalmente terminar goteando sobre su cuerpo inerte. Ella estaba desnuda y con una expresión de horror. La habitación estaba casi a oscuras, solo podía diferenciar colores y algunas siluetas gracias a un par de velas que se encontraban sobre una cómoda detrás de su cadáver. Tome el arma homicida y lo escondí debajo de mi almohada, tiñéndola de las tonalidades rojas de su sangre. Estaba alterado, siempre la ame. Tres puñaladas fueron suficientes para arrancar la vida de sus ojos color miel. La primera estocada fue a la altura del estómago, quise que sienta el mismo vacío que tantas veces me hizo sentir cerca del ombligo, y de paso matar las mariposas que ahí reposan. La segunda vez fue en el corazón, si es que tiene uno, una explosión de salsa de tomate me salpico mientras la navaja retozaba en su pecho. Termine mi obra de arte contemporáneo con un corte transversal a su tráquea, quería que deje de gritar… que deje de mentirme.
No me arrepiento; le dije lo que sentía y me aborreció, era mi turno de aborrecerla también. Me gustaba observarla. Así es como yace muerta sobre un sinfín de preguntas que, perturbado, me hago a mí mismo.
La habitación se ha vuelto un abismo, un foso del averno, aberrante y maltrecho. Me encantaba observarla. Dejé de comer, dejé de dormir, renuncie voluntariamente a la cordura. Comencé a conversar con el filo del arma blanca hace unos días; me pedía a gritos que me corte la cabeza, la cual perdí cuando aparecieron las primeras moscas. Necesito observarla. En algún punto de mi enamoramiento todo empezó a ir tan rápido como un automóvil deportivo color sangre. Nos envuelve una luz carmín, nos envuelve la podredumbre de ambos cuerpos. |