Jardinero de amor
La luz de un relámpago iluminó el cuarto y unos segundos después el sonido de un trueno se hizo sentir. La mujer, que dormía arrullada con el canto de la lluvia, despertó sobresaltada.
Se puso de pies, se asomó a la ventana y pudo observar cómo las ráfagas de los vientos sacudían los árboles cercanos. La lluvia caía sin piedad y en el patio el agua aposada sobre el césped brillaba a trechos.
Ella se quedó embelesada mirando durante varios minutos el mágico espectáculo y con nostalgia evocó el rostro de Gabriel, su marido fallecido, antes de decidirse a buscar agua para tomar una pastilla que la ayudara a conciliar el sueño.
Celina, así se llamaba, a sus 42 años conservaba la belleza de sus años mozos y la expresividad de sus ojos color ámbar, cuyo brillo sólo apagaba las lágrimas furtivas que derramaba al recordar al esposo ausente. No se acostumbraba a la soledad de los últimos ocho meses, aunque prefería continuar en aquella casa que cobijó tantos momentos felices en los últimos veinticinco años.
Como en otras ocasiones, sacó de su mesita de noche la pistola -como solía hacerlo él cuando bajaba de noche al primer piso- para poder defenderse "si se encontraba con algún visitante inesperado".
Ya en la escalera, percibió una tenue luz en la cocina y de inmediato descartó que fuera un descuido de ella, pues siempre la apagaba al subir a su dormitorio.
Prevenida, metió el dedo en el gatillo de la pistola y bajó, sigilosa, cada peldaño de la escalera de madera, hasta llegar a la puerta del comedor ubicada al lado del desayunador de tope de mármol que dividía ambos espacios.
Asomó la cabeza y vio que un hombre devoraba un emparedado sentado en la mesita de diario. Sobre el clásico mantel de cuadros blancos y rojos reposaba un vaso del jugo de naranja, sin dudas de aquél que ella dejó en el refrigerador unas horas atrás.
Se dirigió al intruso y apuntándolo con el arma, le habló con autoridad:
-¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi casa? ¿Cómo entró?
El sujeto se incorporó de un salto. Ella observó que se trataba de un hombre de unos treinta años, vestido con ropas modestas –pantalones jean, franela azul marino-, de piel tostada por el sol y musculosos brazos. Tenía una barba de varios días que lo hacía ver muy varonil. La sorpresa reflejada en sus ojos y la impresión de saberse descubierto llamó la atención de Celina.
-¡Ladrón! Voy a llamar a la policía –volvió a la carga ella, tomando el teléfono de la pared, sólo para descubrir que no tenía tono. Con la tormenta, seguro, habían caído algunos alambres de la telefónica interrumpiendo el servicio.
Él se dio cuenta de que no podía llamar y se acercó con las manos en alto, afirmando:
-¡No soy ningún ladrón! Pasaba por aquí cuando arreció la lluvia y me las arreglé para entrar a refugiarme. Sólo tenía hambre. ¡Le aseguro que no pretendía roba!
-¡Ni un paso más o lo mato! –gritó Celina, nerviosa, mientras sujetaba la pistola con ambas manos, dando un paso atrás para alejarse del intruso y tropezando con un taburete del desayunador, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Al intentar incorporarse notó que no podía sostenerse en ambos pies: un agudo dolor en el tobillo derecho se lo impedía.
El hombre se incorporó de un salto. La ayudó a pararse y la cargó en sus brazos hasta un sofá de la sala, donde la recostó. Le quitó, sin oposición, el arma de sus manos, mientras le afirmaba:
-No la necesita, se lo aseguro. Puede contar conmigo, le ayudaré. –y la acomodó en el mueble colocando su pie sobre un cojín.
Celina no sabía si confiar en el desconocido, pero sabía que estaba en sus manos, desarmada, sin poder dar un paso y a merced de lo que el hombre quisiera hacer con ella. Por eso cambió su estrategia.
-Dime, por lo menos, tu nombre y a qué te dedicas.
-Soy Tony Marte, señora, un amante de las plantas, un jardinero desempleado. Y le repito: no tema, soy incapaz de hacerle daño a nadie.
Celina lo miró a los ojos y no vio en ellos maldad alguna, por lo decidió continuar la conversación e indagar más sobre su vida. También le contó sobre la suya: que estaba viuda, que vivía sola, y que era pianista aunque desde la muerte de Gabriel jamás había vuelto a tocar. Definitivamente aquel desconocido poco a poco se había ganado su confianza.
Un trueno formidable estremeció las paredes de la casa. La lluvia persistía y una atracción mutua crecía entre ellos mientras las horas pasaban inexorables. El destino los había juntado en aquella aventura. Celina, tantos meses sola; Tony, tanto tiempo errante.
Sin otra alternativa, pasaron el resto de la noche juntos en la sala del viejo caserón. Él trataba de aliviar el dolor de la lesión que, de alguna manera, había provocado. Ella disfrutaba de la compañía y protección que él le brindaba y no tenía desde la muerte de su esposo.
Amaneció, y una ligera claridad se coló por los cristales de las ventanas. La lluvia había cesado y el nuevo día mostraba su rostro sonriente.
Llegó a la casa la madre de Celina, y antes de tocar el timbre escuchó que alguien interpretaba en el piano la melodía de “La vida en rosa” y se alegró de ello ¿Quién más podría ser si no su propia hija?
Celina, bastante repuesta del dolor de su tobillo, abrió la puerta. La mujer vio satisfecha que su hija sonreía y estaba en buen estado de ánimo. Entró y entonces observó en la pequeña mesa del centro de la sala, dos copas vacías.
De espalda, en la cocina, un hombre, aparentemente preparaba el desayuno.
-¿Y él, quién es? –preguntó la anciana, sin poder salir de su asombro.
-Es el nuevo jardinero –respondió Celina, y no pudo disimular una sonrisa:- que me está reforestando la vida.
Alberto Vásquez. |