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Inicio / Cuenteros Locales / gui / El martirio del hombre de hojalata

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Moe fue construido con trozos de cañería, pedazos de hojalata, tubos de aluminio y todos los elementos de la vasta ferretería que se encontraron a la mano. Para rubricar la obra y para humanizar en cierta forma su frío aspecto, se le colocaron dos canicas multicolores a modo de ojos. Aparentemente Moe era un simple espantapájaros metálico que se movía de aquí para allá y de allá para acá por el simple expediente de un control remoto que era accionado por un señor contratado para ello. Esto, en realidad, no era tan así. El robot había sido creado para que tuviese cierta autonomía por lo que de pronto salía a caminar con sus pasos torpes por el entorno del laboratorio. Entonces podía oler el aroma de las flores y sentir sobre su piel de hojalata la caricia de la suave brisa estival. Eso es imposible, dirán ustedes pero lo cierto es que esto tampoco es tan así, ya que al muñeco se le habían instalado en su interior unos sensores muy sofisticados que le permitían conectarse con el medio ambiente, que entre comillas, en ese entonces –y estamos hablando del 2016- ya de medio no le quedaba nada por lo que, rigurosamente, sería más propio hablar de un octavo ambiente. Nada nuevo bajo el sol, dirán algunos y se los concedo, pero lo que ustedes no saben es que este ser de hojalata estaba destinado a ser enviado a Marte y para ello se le había introducido un complicado aparato que supuestamente imitaba a la perfección aquello que nosotros portamos en un lugar impreciso de nuestro cuerpo, eso que es invisible como sustantivo y absolutamente tangible cuando se acaba, esto es, nada más y nada menos que la vida, esa chispa divina que insuflada en nuestra carne nos provee de motricidad, de intereses y de sentimientos que nos encaminan a una u otra situación y a ese algo un tanto abstracto y que definirlo es tarea de locos por lo que durante milenios se le ha delegado esta responsabilidad a los poetas y soñadores y aún así no se ha llegado a ningún concepto claro que lo explique, me refiero al amor. Con estas dos trabas, la vida y un corazón latiente y apasionado, se pretendía que Moe pisara en breve el tormentoso astro rojo. Se presumía que el robot, apenas arribase al árido planeta, sufriría la más espantosa asfixia, sería atacado por las radiaciones solares, caería desvanecido por el intenso frío que allí impera y finalmente, cuando falleciera, si señor, cuando ese manojo de metales de diversas cataduras dejara de sentir y respirar, sería devuelto a la tierra para estudiar las causas de su deceso y con los datos a la mano se tomarían todas las precauciones para que la futura tripulación espacial corriese los menos riesgos posibles.

Moe, entretanto, ajeno a su triste destino, asimilaba la multiplicidad de sonidos circundantes, los suaves roces de las hojas de los arbustos, la caricia del viento, que se encabritaba en suaves y juguetones filamentos transparentes e incluso tenía la cualidad de poder distinguir rudimentarias formas, gracias a un incipiente nervio óptico digital que le proveía de imágenes y colores. Ustedes se estarán preguntando en que momento va a aparecer la niña que va a encandilar a este personaje de metal y lo va a hacer dudar de su mísera existencia, forjándose en su cardias prefabricado el diminuto embrión de la rebeldía. Nada. Moe estaba programado para no contaminarse con tan pedestres situaciones. Si bien se le había provisto de un corazón, este serviría puramente para fines científicos, para medir los latidos, sus arritmias y el posterior colapso del aparato circulatorio, que, en todo caso sólo bombeaba elementos anticorrosivos y no la humana sangre a sus venas de fibra metálica.

Una noche en que reposaba en su camastro de latón, Moe comenzó a delirar. Al parecer se le había producido un atasco de líquido en alguna de sus partes puesto que entre sueños, el fantoche metálico, soñaba que se dirigía a una multitud de seres de su misma bizarra estirpe, hablándoles de asuntos demasiado sensibles para sus almas estoicas. Luego, era aclamado por esos seres, pero él comprendía que lo hacían porque no tenían a otro líder a quien vitorear. Una muñeca hecha de miles de pedazos de latas y desperdicios parecía venerarlo y él, espantado, la eludía porque sabía que los científicos le tenían encomendada una importante misión. Pero un germen desconocido se había instalado en su alma de hojalata. Algo molesto, pegajoso pero que al catarlo con los fluidos de sus aceites le producía algo similar al placer. Pero ¡no! El debía morir, esa era su consigna y su fin último. Debía hacerlo para que los seres humanos pudieran conquistar ese universo esquivo y llegar en lo posible a su corazón pulsante en donde un amasijo de estrellas imponía las reglas y guardaba el arcano secreto de la existencia.


Despertó sobresaltado pero cuando se midieron sus lecturas, no se detectó ningún trastorno en sus neuronas. Los niveles de antioxidante estaban a la perfección y su corazón bombeaba saludables contenidos de ese líquido transparente que le permitía existir.
Aún así. Moe sabía que algo ya no estaba igual. Tenía claro que su destino había sido remecido imperceptiblemente, pero eso equivalía a sacarlo aunque fuese unas cuantas milésimas del camino trazado, un pequeño desvío que proclamaba la duda en su rechinante organismo.

Esa noche acudieron una vez más los personajes de su sueño anterior. Todo proseguía en concordancia, tal si algún libretista lo hubiese programado de tal modo, la muñeca implorante, las masas vociferantes, los falsos homenajes, su discurso emocionado y elocuente que lejos de ser escuchado con atención era repudiado por aquellas criaturas herrumbrosas. Aún así, le rodeaban, le pedían favores, le imploraban. Y él, dubitativo e inmerso en una situación demasiado agobiante para su espíritu simple, levantaba sus manos como si pidiese una explicación.

Faltaban quince días para el viaje. Moe sería vestido con una escafandra y un curioso traje especialmente diseñado para él. Algo irrelevante si se quiere, ya que sólo lo usaría para escapar de la atmósfera terrestre. Una vez que la nave enfilara a su destino marciano, él se despojaría de esas vestimentas y aguardaría el amartizaje y su particular holocausto.

Los científicos contemplaron aterrados como el humanoide parecía desactivarse completamente. Los fluidos se aglutinaban en sus articulaciones, su corazón latía espasmódicamente, su cuerpo metálico estaba frío e inerte tal y como lo estaría el cadáver de un cristiano de carne y hueso. Una junta de sabios examinó al robot y no hubo consenso sobre los motivos de su deplorable estado. La razón, sin embargo, se encontraba escondida en los complejos engranajes de ese artificio que a los hombres motiva o desampara y que ahora sumía al muñeco en la más profunda y terca depresión.

Aquella noche, Moe se sintió transportado a las alturas. Se vio enfrentado a un tipo alto y de aspecto majestuoso. Era Albertson, su creador. Este proclamaba con voz firme y elocuente que su destino estaba trazado desde el mismo momento en que la primera tuerca giró sobre su correspondiente tornillo. Que si bien su fin último era el sacrificio, no era menos cierto que ningún otro ser había sido nominado para tan noble propósito y que por ello, la humanidad entera le recordaría y le veneraría. Más tarde, una fuerza poderosa lo regresó a su camastro y allí se quedó tendido en medio de vapores y sustancias que le parecieron sublimes.

El día del despegue, Moe ya había recuperado todas sus facultades y enhiesto y orgulloso emprendió su largo viaje espacial.

Cuando la superficie arenosa del planeta rojo estuvo al alcance de sus pies, vio como las escotillas de la nave se abrían de par en par. Respirando profundamente, el hombre de metal se encaminó a su postrer sacrificio con una idea luminosa pulsando entre sus sienes de estaño… Unas extrañas palabras salieron del orificio que simulaba ser su boca. Luego abrió sus largos brazos para caer tendido sobre el suelo púrpura y prepararse para su breve pero intenso martirio y así lo fotografiaron para la posteridad las sensibles cámaras construidas por los hombres. Aquellos que más tarde regresarían a la tierra llevando esos despojos que la humanidad toda veneraría para siempre…









Texto agregado el 06-09-2004, y leído por 574 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-09-2004 estrellas desde Oz. anemona
08-09-2004 Ciencia ficción bien escrita. Cuento tierno. Me ha gustado. Mis saludos. SOL-O-LUNA
07-09-2004 entretenidoooo!!!, al empezar dije... uf que largo, pero me equivoqué... placebo
 
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