Las tragedias son acontecimientos fortuitos en escaparates de cristal líquido. Recuerdo los tiempos en los que mis ensayos se escribían en una Olivetti verde de teclas duras y escalonadas, la n volaba de tanto en tanto en el apuro de no perder hasta la última palabra pensada. Las faltas se corregían con corrector, aquel del pincelito. Ensayista amateur con miedo al fracaso, probando muy de vez en cuando suerte en algún concurso. Todo un año preparando 20 hojas a una carilla con separación a renglón por medio, seudónimo, sobre de manila con los datos del aspirante al reverso, nombre, nacionalidad, teléfono y código postal. 190 pesos cobraba el correo el envío a parís, 190 pesos que le pedía a mis viejos. La espera entre el tiempo límite de entrega la lectura de los cuentos el veredicto y el aviso de los mismos era aproximadamente de unos 3 meses. Tres meses en los cuales la imaginación volaba, que pasaría si... O si no se diera la oportunidad, y bueno, será otro año. Los juegos de situaciones a los que nos expone la mente son directamente proporcionales a la incertidumbre. Hoy, unos 20 años después de mis primeros intentos, dos o tres, no más que eso, y luego de las cartas a contra entrega de mis ensayos, en los que se me daba las gracias y se me advertía de que en caso de ganar dicho certamen, perdía los derechos sobre mis escritos. Hoy después de tanto tiempo volví. El sistema cambio, el mundo es más simple y digital, los ensayos los escribo, corrijo y mando vía mail, todo desde un pequeño móvil táctil. No tiene olor a tinta, ya no uso los dedos índices, ahora los protagonistas son los pulgares que en un mismo plano, ya no escalonado, narran mis palabras tan queridas. La emoción es la misma, no hace falta revisar el buzón, el de metal, ahora un silbidito socarrón me advierte desde mi teléfono - tienes un nuevo mensaje- . No sé si antes era más lindo, pero al menos todos los sentidos estaban involucrados en la ansiosa espera de un joven escritor de 16 años...