LA ELEFANTA FRANCESA
Jamás a nadie le preocupó conocer el verdadero nombre de “la elefanta francesa“. Cargaba con aquel apodo desde hacía más de cuarenta años, y ni ella misma recordaba ya quién había sido el primero del pueblo en comenzar a llamarla de ese modo. Lo de francesa era consecuencia de que su padre, un hombre enfermo que prácticamente vino a morir a Cuba, la había arrastrado siendo ella apenas una chiquilla desde algún perdido punto de la geografía de Martinica. Lo de elefanta, que nada tenía que ver con su exuberante gordura, lo debía a aquella deformación congénita e indudablemente paquidérmica del pie izquierdo, que aunque continuó con los años creciendo proporcionalmente al resto del cuerpo, lo hizo siempre más a lo ancho que a lo largo. Lógicamente, ningún calzado resultaba apropiado para aquella especie de casco, por lo que la elefanta tuvo que aprender desde edad muy temprana a tejer ella misma algún tipo de calcetín que protegiera su rara extremidad.
-¡Adiós, elefanta! –la saludaban cuando pasaba arrastrando su cojera por las calles bañadas de sol.
No se ofendía con el sobrenombre. Se había acostumbrado a escucharlo, y moviendo graciosamente la cabeza para devolver el saludo, soltaba la única palabra que parecía conservar del vocabulario paterno, aunque ya se hubiese olvidado de su significado:
-¡Merci! ¡Merci!
Vivía con su hija en una humilde casa de madera a la salida del pueblo. Aquel parto, ocurrido veinte años atrás, fue todo un misterio que los más curiosos no pudieron desentrañar jamás. Ni antes ni después del alumbramiento, se vio a la elefanta conversar siquiera con hombre alguno. Pero cuando la niña comenzó a crecer, algunos creyeron apreciar en sus morenas facciones, rasgos muy parecidos a los de Mazacote, el mugriento loco que se paseaba noche y día por las calles del pueblo, haciendo sonar una lata llena de semillas, y cantando coplas de principios de siglo.
La elefanta, aunque no tenía ninguna vocación de madre, hizo todo lo posible por criar decentemente a su hija. Trabajó más duro que nunca, pues soñaba con garantizarle una buena educación. Puso en la muchacha toda la esperanza y todo el amor que la vida le había negado a ella. Pero lamentablemente la niña no respondió a sus expectativas. Sin hacer caso a los consejos y a las lágrimas de su progenitora, se pasaba las horas vagando descalza por los alrededores, y brincando cercas para robar frutas en los huertos y patios ajenos. Para cuando llegó a la mayoría de edad, ya eran incontables las veces en que la elefanta tuvo que ir al cuartel y pagar una multa, para que la policía le devolviera a su hija bandolera.
Una tarde soleada de marzo, la elefanta, que había ido al pueblo a vender naranjas, regresó antes de la hora prevista. Apenas entró -resoplando y sudando copiosamente por el bochorno de la calle-, se sintió intrigada por los apasionados suspiros que parecían venir del cuarto de su hija. Sin vacilar ni un instante, corrió la cortina de saco que servía de puerta a la habitación, y sorprendió a la muchacha revolcándose de amor junto el cuerpo sudoroso de María la quemada.
-¡Cochinas! –gritó desesperada.
Ambas mujeres detuvieron en seco su actividad., y jadeantes aún, miraron horrorizadas cómo la elefanta se acercaba a ellas en una actitud amenazante. María la quemada tuvo tiempo de reaccionar. Con las tetas al aire, agarró su bata de casa y sus chancletas de goma, y saltó ágilmente por la ventana abierta, evitando el ataque de la elefanta, que en aquel justo momento se abalanzaba sobre su hija.
Descargó en ella toda la potencia de sus brazos de morsa, y con la voz deformada por el llanto, repetía una y otra vez, acompañando la paliza:
-¡En mi casa no admito eso! ¡Mi casa no es para mujeres machas!
La muchacha, que ya había comenzado a escupir sangre, le rogaba inútilmente que parara de golpearla. Pero la elefanta estaba ciega y sorda por la rabia de tanta decepción. Con un certero manotazo la lanzó violentamente contra la mesa. Uno de los ángulos encontró un punto vulnerable junto a la oreja derecha, y su hija, desplomándose como un pajarito, cayó muerta encima del lecho.
Entonces la elefanta por fin reaccionó. Consciente de cuán lejos había llegado, trató con besos y lágrimas de devolverle la vida.
-¡Despierta niñita mía! –la zarandeaba por los hombros.
Pero ya el destino había hecho lo suyo. La elefanta, con el rostro ajado por el dolor, le apoyó cuidadosamente la cabeza en la almohada, la besó con ternura en la frente, y fue hasta la cocina. Con manos temblorosas tomó el galón de alcohol y concienzudamente roció con él todo su volumen. Rayó luego una cerilla, y se dispuso a morir entre las llamas.
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