Nunca se lo distingue en los maitines, 
concentrado como está en sus rezos, 
apenas si asoma con los laudes 
hasta que lo oculta el sonar de las tercias. 
Frente a él, ese asceta magro, 
lama budista de imperturbable dignidad, 
entre los riscos más encumbrados, habita ella. 
Alta, flaca, con los senos firmes y vigorosos, 
sus carnes arden bajo el fustán que la cubre. 
En las horas que van de la víspera a la nona, 
en las que ninguna mujer buena sale de paseo, 
vaga a campo abierto entre rastrojos quemados 
hasta donde el cielo copula al horizonte, 
hilvanando fogosas y picarescas fantasías 
con las que mantiene el fuego almacenado en su seno 
y logran que por momentos 
se sacuda su cuerpo en espasmos de goce. 
Ciertas situaciones indefinidas, 
aventuras que aún no habían hallado una forma concreta, 
están empezando a cristalizarse en torno a ellos. 
La mujer no deja de moverse provocativa. 
tentando a esa sombra húmeda 
que retiene el aliento y espera, con el cuerpo duro y tenso. 
durante mucho, mucho tiempo. 
Lo molesto siempre ocurre al comienzo, 
ahora resulta difícil dejar las horas completas.  |