Las cenas familiares en mi casa son un clásico. Por algún motivo oculto que nadie supo revelar, a mi vieja le encanta recibir gente en casa. Según mi hipótesis, hay un dejo de masoquismo en su actitud. Se pone nerviosa, no llega a tiempo, empieza a gritar. Destinatarios de sus gritos: mi viejo, mi hermano y, mayormente, yo. Creo que en realidad busca que el que esté más cerca le dé un motivo. Pero la verdad es que las cenas en sí le salen bien.
Lo que pasa es que en mi familia (entendiendo como familia a ese rejunte desigual de las familias materna y paterna, incluyendo abuelas, tíos y primos, únicamente) hay demasiada gente. Todos diferentes.
Pero empecemos por el principio, porque la preparación pre-cena merece un capítulo aparte. La cena, siempre para más de 20 personas, está programada para las 22 horas. A las 21.30, mamá empieza a cocinar. Nadie sabe como hace, pero la verdad es que cuando ella está en la cocina, se rompen las leyes de la física. Todo hierve antes de alcanzar el supuesto punto de ebullición. Yo, para no laburar, me doy una linda ducha de unos 15 minutos, mientras papá y mi hermano juegan a la maquinita (léase Playstation) o ven cualquier cosa que involucre tipos transpirados. Preferiblemente, con la participación especial de aquella octava maravilla: la pelota. Termino de bañarme y al salir, se me hace obvio un cambio en la casa. Es una olla a presión, y se nota en el aire que tarde o temprano va a explotar. Miro mi placard y no se me ocurre que ponerme. Nunca logro combinar todos los factores. La estación del año, la temperatura, la situación, la hora del día. Cuando encuentro algo de verano, fresco y adecuado para estar con mi familia, bajo las escaleras, resignada al estallido que se ve venir. Mi mamá se da vuelta y pone la cara que más odio. Una mezcla de desdén, asco, bronca y tristeza se me clava en el centro de mi cuerpo. No es mi culpa, pero esa mirada me predispone mal. “¿Eso te vas a poner? Es muy de tarde, Rocío, son las diez de la noche” Hace calor. El sólo pensar en el esfuerzo de cambiarme me angustia. “Sí, me quiero poner ESTO”. Me sale con un mal tono que yo no pretendía, pero es consecuencia directa del reclamo decepcionado de mi progenitora. Continuemos. Finalmente, me quiebro y pregunto “¿Qué querés que me ponga?”. Y ahí empieza con la perorata de “Siempre-te-compro-ropa-y-después-no-te-la-querés-poner-Nunca-vas-a-tener-estilo” y a veces viene con el bis que pide el pueblo entero “¡¡¡Ponete lo que quieras, chiquita, a mi no me vengas a pedir más nada!!!” Subo y me paro delante de mi placard, con una angustia que me sobrecoge. Obviamente, atrás sube mi madre y me hace probar la mitad de la ropa que tengo en mi haber. Me pongo algo, cualquier cosa, agotada. Habiendo finalizado el round nuestro de cada día con mamá, me tiro en cualquier lado a leer o escuchar música. De laburar, ni hablar.
Eventualmente, llegan los invitados, y nos toca ser espectadores de primera fila del cambio más impresionante del mundo. Más aún que el del camaleón o cualquier animalejo por el estilo. ESE ente que se desplazaba transpirando y profiriendo gritos por la cocina se transforma, en cuanto el primer invitado transpone el portón, en la anfitriona ideal, con una amplia sonrisa, bien empilchada y un comentario agradable en la punta de la lengua.
Uno tras otro, empiezan a caer mis parientes. Charla va, charla viene, se sientan a la mesa. En apariencia, hay veces que es la familia ideal: todos simpáticos, agradables. Y hay otras en la que se cumple aquello de que “las apariencias engañan”. Cada comentario puede llegar a interpretarse con múltiples intenciones ocultas que, muchas veces, es precisamente el destino del comentario.
Empieza la cena, y con ella, las pequeñas anécdotas. Si alguien tiene una noticia importante, la cuenta. A mi abuelo todo le recuerda a alguno de los cuatro o cinco chistes que integran su repertorio y que ya todos hemos escuchado hasta el hartazgo. Sin embargo, por una cuestión de respeto, elegancia o hipocresía, vaya uno a saber, todos nos reímos y festejamos el chiste como si fuera la primera vez que lo oímos.
Lo mejorcito de la cena es cuando salta el tema política. En este país, y específicamente en mi familia, es un tema que no se puede omitir. Todos discuten con todos. Ni siquiera se sigue el orden lógico de ubicación en la mesa, en el que uno habla con el de al lado. No. Cada uno se busca al más lejano con el que pueda hablar, o bien, gritar. Se refutan comentarios a distancia, todos se callan entre sí, e, infaltablemente, alguien amaga con irse de la mesa. Lo que pasa es que entre los gritos y las opiniones, todo tiende a ponerse agresivo. “Vos no me dejás hablar porque sos un político, nene, y las opiniones del resto te importan un pito” “Pero, escuchame, ignorante, ¿no te das cuenta que el país está como está por culpa de gente como vos?” “Si esto fuera una sociedad anarquista...” Además, como todos se conocen y llevan un largo camino compartido, muchas pegan golpes bajos y sacan a colación viejas anécdotas dolorosas para el resto. Nadie gana, nadie convence al otro, nadie da el brazo a torcer. Aprovechando el quilombo general, uno que no tenía tenedor se lo saca al que está gritando, que al darse cuenta de la falta de aquel elemento esencial, se ofusca y lo toma como un agravio personal. También se le puede sacar comida al otro como aquel caso del último chorizo colorado que le afanaron a mi hermano, aunque esa ya es otra historia. Tarde o temprano, se cambia de tema. Con el café llega la paz, las anécdotas, y el nunca bien ponderado VIEJAZO.
Mis viejos y sus hermanos, salvo un par de excepciones, andan todos por los cuarenta y pico y, compartiendo una generación, aprovechan la memoria de mi papá, para recordar los buenos viejos tiempos. Debe ser deprimente ser joven y un día encontrarse diciendo frases como “En mi época...” o “Cuando yo tenía tu edad...”. MUY deprimente. Pero a ellos no parece molestarlos. Se quedan muy contentos contando a donde iban a bailar, intercalando varios “¿Te acordaaaaaaaaas...?” con la “a” larga y cara de añoranza. Ese es el momento en que los jóvenes vamos a hacer otra cosa. Y mi abuelo, que no tiene ningún tipo de pudor se duerme en algún sillón.
Como todo lo bueno se tiene que acabar, mis familiares empiezan a ojear relojes, se excusan y se toman el buque.
Cuando la casa quedó con sus habitantes originales nos damos a la tarea de sacarle el cuero a los familiares. “¿Viste que feo que está el Tucu?” “¿Te parece?, yo lo veo igual” “Pero no, está como avejentado” “Bueh” “Che, ¿viste la grosería que me hizo tu hermana? ¿Por qué no hiciste nada?” “No sé, estaba peleándome con tu padre”. Esto sigue por un rato y después nos vamos a dormir. Se dejan pasar un par de semanas y después se empieza a planificar la próxima cena.
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