Muros saqueados y heridos de muerte,
perdidos entre una fronda inquietante,
mayólicas, azulejos, vitrales, fuentes y cántaros,
una biblioteca de incunables
y un parque de follaje espeso,
en medio de esa hecatombe que el tiempo sembró,
la escultura de una yaciente mujer
frente a un portón en ruinas que da a la barranca,
detrás, el río y las islas.
Dicen que dicen los que saben,
que la modelo fue un personaje de pasado arrabalero,
y quizás de oscura leyenda.
La llamaban la Dama Blanca por nombre,
vestía con elegantes atuendos masculinos y melena dorada.
El, un linyera y poeta, pintor de grafitos,
vagabundo vate errante,
se enamoró de esa mujer por las calles del centro.
Quizás por una curiosidad innata,
quizás por una tendencia natural a lo inexplicable,
quizás porque nunca tuvo mucho en qué entretenerse,
su amor no fue nunca correspondido,
pero en lugar de arrojarlo al olvido,
con algo de melancolía, lo eternizó en mármol
en esa figura que parece dormida. |