Estaba mirando la pantalla del teléfono pensando si iba o no a hacer ese llamado, un miedo antiguo me recorría la espalda, mis dedos no se decidían a marcar, demasiados años habían pasado evitando ese número, obstinados, odiando. Sentí el ruido seco a mis espaldas y pensé que se había roto el farol que tenia atrás y me di vuelta rápidamente para ver. No vi nada. Giré al frente y volví a concentrarme en el número, titubeando si marcar o no cuando otro golpe me sacó de trama. Me di vuelta otra vez, ahora giré la cabeza para obtener una visión panorámica y las vi en el piso, a cierta distancia una de otra, correspondiendo a los sonidos secos que precedieron el hallazgo.
Siempre pensé que las palomas morían en el suelo, sin poder volar, oscuras, en un rincón, pero estaban cayendo secas desde arriba. Mire hacia la copa de los árboles y no vi más que algún gorrión y unas nubes negruzcas que cubrían el cielo. Giré para ver si alguien estaba cerca, pero desde el monolito del centro hasta el canil solo unos chicos corrían para no ser alcanzados por la inminente tormenta.
No había más en la plaza que yo y las palomas muertas, el cielo cargado, por colapsar y un silencio que fascinaba. Seguí caminando con mi celular en la mano y apreté la tecla verde, dando rienda suelta a todo lo que esa simple llamada podría cambiar en mi vida, dispuesta por fin a liberarme. Respire profundo, hasta que me dolió la espalda y fui sacando el aire mientras empezaba a sonar y la sangre apurada en mi cuerpo sonaba frenética en mi cabeza.
El aire se arremolinó impetuoso y la tempestad se desató como un tifón tropical equivocado, rompiendo el gélido invierno, con electricidad cortando el aire y un sonido de tambores ancestrales. El primer impacto me dio en la mano en la que llevaba el teléfono, cortando la llamada y apenas el meñique. Me cubrí la cabeza con el antebrazo y miré hacia arriba, aterrada. Una tras otras palomas yertas cayeron del cielo como un chaparrón de apocalipsis, cada segundo más copioso. Corrí hasta la hilera de arboles que da a Arenales, pero me seguía alcanzando el granizo oscuro, con sus colores azulinos y violáceos aun más destellantes en la caída libre. Los picos afilados me dejaban cortadas en los brazos, en la cara, y en los apuros por protegerme llegué a ver la sangre que emanaba de mis heridas nuevas.
Buscando desesperada donde refugiarme levanté la cabeza y al fin comprendí. La pintada en el asfalto sangrienta y húmeda, rezaba “el problema es que crees que tienes tiempo”.
 
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