Agarré del alambre las camisas y los pantalones,
Llené el morral con mis penas y me marché
Atrás, quedó el rancho al cuidado de los perros, el loro y el espejo;
Antes de cerrar el broche del quitaipón, liberé las cadenas, la jaula y la luz.
Cogí la punta del camino a la deriva y caminé hasta despuntar la luna,
La que acompaña mis pasos errabundos en cada anochecer.
Así, partí aquel día.
Dejé en el patio mi mochila colgando del horcón
Apagué las brasas, retiré la leña del fogón y guardé los corotos en la alacena;
Entonces, arranqué la foto donde estás con mi perro y la guardé en un bolsillo.
Pasé al kiosco del patio, donde manos invisibles mecían la hamaca y la desguindé,
Para no imaginar que eres tú, durmiendo infalibles sueños rezagados.
Desde la colina, se ve el rancho recostado sobre el suelo por la puesta del sol
El roble ha madurado, vistiendo con flores magentas el otoño de tu ausencia
Las torcazas ya no descansan sobre las cuerdas del telégrafo a canturrear
El viento ya no se enreda con sus susurros entre las hojas de los tamarindos
Y ya no se escuchan los gallos anunciando las madrugadas, todo está inmóvil.
El pueblo está quieto, la iglesia sin sus golondrinas peregrinas en su campanario
No solo a mí, me dolió tu partida, el campo también siente tu ausencia
A veces, me dan ganas de volver
Y esperar, para ver tu figura tangible entrando por el portal del rancho
O salir al camino, cuando los aullidos de los perros me anuncien tu llegada,
Luego me pongo a pensar y entonces no vuelvo, por temor a la soledad;
Por miedo de sentirme solo, ver tú café enfriándose sobre la mesa triste
Escuchar al loro parloteando tus locuras, pararme frente al espejo y ver tus ojos
A eso le tengo miedo, vivir de tus recuerdos atados a las paredes del rancho.
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