Te levantaste temprano para ir a trabajar. “Otro día más”, pensaste, mientras te mirabas en el espejo del ropero. Te diste vuelta y sentiste ese vacío inexplicable al mirar la cama apenas desarreglada. No era la primera vez que te pasaba, pero, esta vez, sentiste un poco de placer. “Las cosas no suceden porque sí”, dijiste en voz baja.
Hacía más de un mes que Carlos había pegado el portazo. Cada tanto resonaba en tu cabeza sus palabras de despedida. “No te aguanto más”.
Te despabilaste y fuiste al baño con cara de apurada. La última vez que llegaste tarde al trabajo, tu jefe, o sea Carlos, te dijo “Dora, esta es última vez, ¿ok?”.
Abriste la ducha y nada. Ni una gota. Inundaste el baño de puteadas. Tragaste saliva buscando una explicación mirando al techo. Cerraste los ojos y negaste con la cabeza. “Esto a mí no me está pasando”, murmuraste.
Permaneciste con los ojos cerrados un buen rato. Algo pasó por tu cabeza, te quedaste en silencio unos segundos, y luego, en lugar de vestirte y salir para el trabajo, tomaste aire con la boca bien abierta y te acordaste de Lalo.
Agarraste el celular de la mesita de luz y lo llamaste, su voz siempre te cautivó, “me agarró justo Doña, me iba para otro lado, ahora me hago una escapada para allá, menos mal que tenía prendido el celu”, te comentó.
Giraste hacia el ropero, el espejo devolvió tu mirada y te gustó lo que viste, sonreíste mientras decías entre dientes: “andá a cagar Carlos, ¡que la centralita te la atienda la pendejita, sí, esa, la nueva!”.
Tenías 20 minutos. Agarraste esa blusa abotonada que tanto te gustaba con la pollera que resaltaba tus piernas. “¿Tacos altos?, mmm… mejor no”, pensaste.
Lalo entró con un “Buenas, Doña”, indiferente. Te sorprendió lo bien que le quedaba esa barba incipiente. Enseguida notó que, efectivamente, no había agua y mirando por la ventana ensayó un par de teorías: “la presión de la calle viene bien, ¡capaz que el caño maestro está tapado, eh!”. Encaró para la puerta y te dijo “al mediodía vengo Doña, no se preocupe que debe ser una pavada”.
“Acordate que me llamo Dora, le dijiste mirándolo fijo”, y agregaste de corrido, “y tuteame por favor, te llevo unos añitos, pero no son tantos, ¡eh!”.
Lalo te miró, y vos miraste su boca, casi te derretís. “Tá Doña, después vengo, no se preocupe”, dijo en forma pausada.
Cuando se fue, cerraste los ojos y te lamentaste, “como pude decir eso, ¡soy una tarada!”.
No sabías que hacer para matar el tiempo, prendiste la tele, a eso de las 9 te pusiste a cocinar y a las 11 y media la chocotorta estaba lista.
El aroma te llevó a tus años más felices cuando tu mamá – allá en Gorostiaga, pegado a Chivilcoy – te preparaba esas tortas increíbles. Todas las tardecitas mate con tortas fritas y los domingos después de la iglesia, el asado en lo del tío y esas tortas de locura…
Al final, a los 30 años, dejaste el pueblo cansada de las escuelitas rurales y los noviecitos sin futuro. Acá en Buenos Aires tampoco te fue muy bien. El primero era un vago, el segundo... no se animó nunca, el tercero casi te vende la casita por el póker y el cuarto, mejor olvidate del cuarto, ahora que te va a echar del trabajo.
La música del noticiero de la tele te hizo volver. Miraste el reloj, casi las 12, no aguantaste más y le mandaste un mensaje de texto. “A la una llego, estoy un poco atrasado”, te contestó. Ahí nomás agarraste el pollo y lo metiste en el horno, te hiciste un té con agua mineral y con culpa te comiste tres galletitas dulces.
Antes, por supuesto, llamó Carlos, “que no puede ser, que estoy solo atendiendo todos los teléfonos”, lo despachaste al toque con un seco “Carlos, estoy descompuesta, chau”.
A la una sonó el timbre. Te acomodaste el pelo y ajustaste la blusa. ¡Hasta te repasaste el rouge contra el visor del horno! Sonreíste conforme, los años habían pasado pero tenías lo que había que tener.
Lalo entró y apenas si te miró, encaró para el sótano con su enorme caja de herramientas. Desde los escalones te alcanzó a decir: “Seguro que hay un caño tapado, Doña, quédese atenta que yo le aviso para probar”.
A los 20 minutos resonó un grito: “Tá complicado, Doña, me va a llevar un rato”.
A la hora volvió a gritar: ¡Déle nomas, Doña, pruebe ahora!
Abriste la canilla de la pileta, y esperaste. El ulular de los caños te llamó la atención. Apareció un chorrito miserable, un chiste. Impaciente, pensaste en bajar al sótano, pero no te animaste.
Dos meses atrás, Lalo había venido a arreglar el cuerito de la canilla de la bañadera. ¿Qué habrá pensado de vos? ¿Le habrás gustado? Eso sí, mirar, te miró, más de una vez, y vos también lo miraste, sobre todo cuando te sorprendiste al verlo aparecer por la puerta, con la caja de herramientas, esa sonrisa, tan alto y esos ojos…
Mejor no bajo, te dijiste para adentro y gritaste: “¡Sale muy poquito, Lalo, un hilito de agua, nomás!”.
- ¡Pere que cierro y subo, Doña!, te contestó de inmediato.
Pasó otra media hora y Lalo no subía. No aguantaste más y bajaste a ver qué pasaba. Estaba con la camisa abierta, transpirado y sucio, metiendo vaya uno a saber qué por un caño enorme. El calor era insoportable. Tragaste saliva y le dijiste: “¿Lalo, pobre, te traigo algo fresco?”. Sin mirarte dijo, “No, aguante un cachito, Doña, ya lo encontré, en cinco minutos lo probamos”.
Subiste, corriste la cortina de la ventana por pudor y apagaste la tele.
Ahora escuchás que sube del sótano y no podés disimular la ansiedad. Otra vez te tocás el pelo, la pollera, los botones de la blusa y te mirás en el visor del horno.
Aparece con la llave inglesa en la mano derecha, la sopapa en la izquierda, un poco de barro en la barba y la camisa abotonada a medias.
- Pruebe ahora, Doña, te dice con una sonrisa demoledora.
- Pero Lalo, ¡qué cosa!, me llamo Dora, dijiste lo más suave posible, mientras abrías la canilla suavemente.
El agua fluía y sin darte cuenta dijiste: “¿Querés coca, Lalo?, hoy se me dio por hacer torta, ¿te gustaría probar?”. Lalo no se negó. Miró la chocotorta como un chico.
- Recién hecha Lalo, probála, le insinuaste.
- Gracias, Doña, no se hubiera molestado, contestó abriendo los ojos.
Ahora no sabías que hacer. Lo mirabas comer y dijiste, “Uy, el pollo debe estar listo, mejor lo saco”.
- ¡Sí!, dijo Lalo, ¡que olorcito, Doña, lo sentía desde el sótano!
Sonreíste y ocultaste el rostro para que no vea el color y el calor de tus mejillas. Caminaste hacia el horno, pero lo seguiste mirando de reojo mientras abrías la puerta. En tu distracción omitiste agarrar la manopla. “¡Ahhh!, gritaste, sacudiendo la mano”.
Lalo saltó como un resorte y te sostuvo fuertemente. Te miró, – cómo te miró – y te dijo: “¿Te quemaste Dora?”.
No sabías si era más fuerte el dolor de la mano o los latidos que brotaban de tu pecho.
“No es nada, no te preocupes”, susurraste. Lo miraste a los ojos y dijiste”, me tuteaste, Lalo”.
Pasaron unos diez segundos, te parecieron mil, él seguía pegadito a vos, sus ojos muy adentro tuyo.
Entonces, con palabras entrecortadas, le dijiste, “Bueno Lalo, ahora que hay agua, ¿me pego una ducha y después comemos un pollito al ajillo?”.
Lalo te recorrió de arriba abajo, puso su palma en tu cuello y te dijo: “Perá, Dorita, Perá, primero lo primero”.
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