Bartolomé Gonzalo y Baena ( El verdugo )
Bartolomé había nacido en la mitad del siglo XV en el seno de una piadosa familia castellana que siempre había sido defensora a ultranza de los valores de la época, seguían los dictados de la religión católica marcados en ese momento por el papa Sixto IV, obedecían a rajatabla las decisiones de su rey Fernando y estaban de acuerdo en considerar a judíos, moriscos e infieles varios como enemigos de la fe cristiana siendo imprescindible protegerse de infieles, descreídos, poseídos del demonio y brujas, sobre todo de brujas.
Y como vivían en un momento histórico en que tenían todas las posibilidades de ejercer y llevar a cabo sus odios y persecuciones, ya que estaban en pleno auge de la Inquisición que al mando de Torquemada estaba limpiando de impuros, embrujados, herejes y otras criaturas perversas el país, se sentían muy identificados con la situación.
Para Bartolomé esta tendencia lo que le acarreaba era más trabajo, un enorme trabajo porque él era el verdugo mayor de la corte castellana, como lo había sido antes su padre y anteriormente su abuelo, los Gonzalo y Baena, habían desempeñado a través de varias generaciones ese bien considerado y respetado oficio de ejecutores de la máxima pena.
Dicho esto, en principio lo lógico sería pensar que para Bartolomé era un orgullo seguir la tradición familiar y realizarla de la mejor forma posible y así era, porque era un gran profesional, pero esto le suponía una verdadera tortura pues era un hombre extremadamente escrupuloso e incluso podíamos decir que delicado, que no podía resistir la visión de la sangre, que no aguantaba el ruido que hacían las cabezas al ser seccionadas de raíz, que enfermaba cuando era salpicado por vísceras y pieles desprendidas y que se sentía morir durante las torturas con los desgarradores gritos que proferían los ajusticiados y aunque realizaba su trabajo con una gran profesionalidad y nadie podía suponer su sufrimiento para él era un suplicio diario y digo diario porque prácticamente tenía que trabajar todos los días.
Y ya no podía mas, había ocasiones en que la cosa era más suave, sobre todo cuando lo que tocaba era hoguera y tenia que quemar a dos o tres brujas, se limitaba a encender la pira y apartarse un poco para no quemarse, y aunque le molestaba y le daban ganas de vomitar el olor a cuerpo quemado, no había salpicaduras, ni nada parecido o cuando se trataba de echar plomo hirviendo en las cuencas de los ojos, y aunque el chisporroteo de los globos oculares al derretirse le hacían rechinar los dientes eso era todo, en cambio cuando le tocaba eviscerar a un reo con garfios y tridentes para sacarle las entrañas aquello era terrible pues siempre acababa pringado de fluidos y trozos de pieles sangrientas, aunque si eso era malo, lo que peor llevaba eran los cortes de cabeza, no había vez en que la cabeza se desprendiera a la primera del cuerpo teniendo que propinarle varios hachazos con lo que acababa siempre impregnado hasta la cintura de sangre caliente, huesos de la columna vertebral y tiras de medula ósea.
Era asqueroso, no podía con ello, él no había nacido para ese oficio y no porque fuera un problema de conciencia, el liquidar a tanta gente le daba absolutamente igual, estaba convencido que se lo merecían, lo que no soportaba era el mancharse, el rebozarse de restos de ajusticiado y quedar cubierto de olor a muerto.
No había día en que al llegar a su casa no estuviese una hora larga fregándose y limpiándose hasta el último rincón de su cuerpo, y siempre entonces se preguntaba, “¿Pero porque he aceptado esta profesión?” y la respuesta que se daba era siempre la misma, “por no defraudar a su padre y a sus antepasados, porque en el fondo así era temido y respetado por el pueblo, porque tenía un buen salario y porque no sabía hacer otra cosa”, pero de lo que estaba seguro era que en ningún caso respondía a una vocación.
Bartolomé, no sabía cómo salir adelante, no podía renunciar, entre otras cosas, porque tal y como estaba el ambiente lo mismo le acusaban a él de brujo, converso o vete a saber qué y pasaba de ajusticiador a reo, era un callejón sin salida, hasta que al final se le ocurrió una drástica solución, no era la idónea, pero era una solución, se autolesionaría y así conseguiría un respetado retiro y nadie sospecharía la verdadera razón, claro que tenía que producirse una gran lesión, no iba a ser suficiente una heridita, así que después de darle vueltas y más vueltas a la idea llego a la conclusión de que el mejor momento seria cuando tuviera que ajusticiar a alguien con el hacha, haría como si resbalara y se cortaría un pie.
Y llego el gran momento, tenía que rebanar la testa a una anciana que había tenido relaciones con Belcebú en una noche de la primavera pasada y que era acusada con entusiasmo por todo el vecindario, la coloco en el potro no sin ciertos nervios, elevo el hacha y la dejo caer, pero claro una cosa es cortar una cabeza ajena y otra arrearte tu mismo un hachazo, así que entre los nervios y la indecisión se rebano las dos piernas a la altura de las rodillas.
Dentro del dolor y el miedo que le invadió, estaba contento, ahora sí que lo había solucionado, se había convertido en un invalido, un inútil para su misión que sería retirado de sus funciones, pero el pobre se equivoco, ya que por intersección del padre Morillo prior de los dominicos consiguió un permiso real para que el buen verdugo en premio a su carrera pudiera seguir realizando su trabajo en el futuro, para lo que le construyeron una silla de ruedas, que le permitía acercarse a los condenados y continuar su función.
Las crónicas no dicen si Bartolomé acabo muriéndose de asco, porque ahora al estar más bajo y más próximo al ajusticiado, no solo le salpicaba la sangre, si no también trozos de cuero cabelludo con pelos semi pegados, ojos desprendidos de las orbitas y girones de piel y tendones que se pegaban en los dos muñones de sus piernas, incluso un día casi se cae a la hoguera con silla y todo.
Fernando Mateo
Julio 2105
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