Ya hemos despertado otras veces. Y ese despertar ha sido violento y rimbombante. De las pesadillas hemos recalado en algo peor: en la oscuridad absoluta y definitiva, la voz se nos ha aguzado en un grito largo y desesperado, hemos vocalizado la insidia, intentando ponerle atajos a la perpetuidad. Pero, del adormecimiento, hemos regresado al sueño profundo, casi reparador, pero con el cosquilleo constante de una culpa.
Y una vez más, del lecho cálido hemos saltado a las miasmas, nos hemos desfigurado en un reclamo visceral. Existen hombres que abrigan el alma y otros que la desacomodan, prefiero a estos últimos, porque el sueño ha terminado por tullirnos y nos ha transformado en clérigos de la resignación. Y nos envalentonamos, y creemos, pero el desespero termina goteando una resina inconsistente que nuevamente nos sume en la catalepsia.
¿Cuándo despertaremos del todo? ¿Cuándo surgirá esa razón absoluta que le dará claridad a nuestro entendimiento? O, ¿Cuándo sabremos que esa dormidera acomodaticia no es otra cosa que cobardía? Tras ese felino despertar, ya sabremos que no habrá más inconsciencia, porque la lucha primero tiene que ser con nosotros mismos para después destrozar tanto molino de concreto que se yergue sustantivamente a poquísimos pasos de nosotros.
Por el momento, un terco sonambulismo me ha embargado.
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