Sabés que no ha sido fácil dejar los egoísmos de lado, mucho pasó para aprender que más vale ciertos vacíos antes que la infelicidad de los que quiero. Aunque algunas veces regresan empeñados en salvarme de la tristeza, como ahora, que me gritan al oído que no te suelte, que no permita que la distancia te lleve de nuevo. Son unos tontos estos egoísmos míos, me hablan como si yo fuera capaz de permitir algo semejante.
Te conté, creo, sobre ese texto de Poe, en donde hay un hombre que no cree en los milagros y su yerno lo apoya y admira, tanto lo quiere que, cuando el suegro muere y el cuerpo levita, pide que no resucite para seguir creyendo en la ausencia de magias.
Años me llevó entenderlo, también sabés eso.
La cosa es que volvés de tierras extrañas, para mí, claro, con una sonrisa enorme y verdadera, con los ojos más brillantes que la cruz del sur y el alma al galope por esos campos coloridos que suele tener la ilusión, verte así me lleva a decirte que estoy feliz, tanto que ni siquiera puedo escribirte dos líneas seguidas sin que me emocione, es que te merecés toda esa maravilla que te pasa, y no lo comento por creerme algún tipo de dios capacitado a indicar qué se merece quien, para nada, lo digo porque sé todo el esfuerzo que te llevó conseguir lo que ahora disfrutás.
Pero más allá de la felicidad que me causa tu regreso, tengo bien claro que éste ya no es tu lugar, así que, con todo el cariño que te tengo, espero a que te vayas.
Tus alas son grandes, mucho, casi como tu mente, tuviste el valor de salir, de enfrentarte a lo que sea en nombre del júbilo, te ha tocado por fin la varita y la pitonisa se prepara para “hastaluegos” indefinidos.
Acá hay demasiadas apariciones grises, un pasado enorme que hace sombra con fantasmas que no se contentan con un no-olvido, quieren seguir viviendo a través de otros. También hay pasto, es cierto, una bonita llanura verde que se vuelve radiante cuando la lluvia tranquila, esa que tanto nos gusta, la toca, y hay árboles con historia, y lazos inquebrantables, y amigos…
Pero falta la risa, siempre falta la risa en este lado del mundo: Somos tan melancólicos como la bendita Buenos Aires, gente sola que morirá sola, no sabemos que se puede estar de a dos, de a tres, de a cien. Conocés nuestra idiosincrasia, no nos encontramos nosotros, sino que son nuestras soledades las que se hacen compañía.
“Estar ausente no es lo mismo que no estar” palabras tuyas que se me graban en la memoria como consuelo, una manera más de creer que este dolor que se clava en el pecho es ficticio, que aparece por esa costumbre de extrañar incluso hasta lo que no se va, porque todo queda, aunque pase.
No me despido, las brujas de pueblo odian los adioses, tienen la creencia tonta de que se mueren un poco en cada uno de ellos, y quién sabe, por ahí sea cierto.
Quiero dejarte como regalo, al pie de esta hoja imaginaria, el retazo de un poema de Oliverio Girondo que, sé, sabrás comprender: alguna vez fuimos caballos blancos.
Te quiero mucho.


Friso.

La ternura del pasto,
La distancia…
El campo.
¡Todo el campo!
Era para mí la dicha tumultuosa
De los caballos blancos.
…
No sé, qué doloridas remembranzas
Despertaba en sus pechos el crepúsculo,
Ni si al llegar la noche presentían
Que la muerte también los esperaba,
Pero era triste verlos
Allí cerca,
-como un friso triste y funerario-
Inmóviles y blancos,
De rodillas,
Todos juntos,
Llorando.