Es de madrugada en junio y hace mucho frío. Los hombres y las mujeres usan sobretodos y guantes y bufandas y tapaorejas y se frotan las manos y las soplan y las meten en los bolsillos calientes y se suben los cuellos.
El reloj del subte marca las 06.30. Instantáneamente se ve llegar, desde el fondo, un tren que frena de a poco. Como pueden, las personas comienzan a entrar. "PermisoPermisomiso". Hay pocas ganas de hablar. Empujan como se empuja a un auto o se filtran disimuladamente, paso a paso.
Adentro parece un pogo, pero nadie salta, están más bien cansados. Como se dice, no entra ni un alfiler, están todos pegados cadera con cadera, cintura con cintura. Ni un sonido.
De repente, un señor empieza a silbar, con la aparente necesidad de que lo escuchen. Lo hace con ritmo, respeta los tiempos y no yerra ninguna nota: "Turutururu". Parece estar buscando el reconocimiento ajeno o que algún ser amistoso continúe, quizás por distracción, con la siguiente estrofa. Cada vez silba más fuerte.
Ahora frena y acomoda algunas carpetas que lleva en el brazo derecho. Pero nada es al azar. Frena justo antes del estribillo, y todos lo conocen. Hace una pausa larga... pero nada. Vuelve: "Turutururu". Se puede distinguir que está cantando "Strangers in the night" del gran Frank Sinatra.
Inesperadamente, el hombre se transforma, deja de ser quien era hace uno segundos. Ahora, él es Frank Sinatra. Tiene un sombrero y un traje negro, y en su mano derecha lleva un bastón, también negro.
Y comienza: "Straaaangerss in the niiiight", canta fuerte mientras gesticula mucho con la boca.
De repente, todo el subte empieza a cantar al unísono. Es una fiesta. Ahora, hay muchas parejas bailando al ritmo de la música, todas con trajes y sombreros negros. Se agarran de las manos y van de un lado al otro. Ya el subte se ha vestido de gala, hay paredes y mesas de madera con grandes candelabros y asientos de terciopelo rojo y ventanas de cristal. Toman whisky y se divierten. Todos cantando "Stangers in the night" una y otra vez y bailando, bailando mucho.
Luego, el subte empieza a frenar de a poco. Lentamente, se acerca a la estación Constitución. Vuelve a ser el subte de respaldos incómodos y paredes pintadas. Los hombres miran su reloj y acomodan sus papeles. Las mujeres se arreglan el pelo y las polleras. Se aglutinan en la puerta.
"PIIII". Es hora de ir a trabajar. |