Al séptimo día, se le ocurrió una manera de escapar de la isla.
Había mitigado su hambre con todos los cangrejos que pudo encontrar en la playa; los empezó a recolectar justo después del naufragio, en cuanto los vio abundantes, con el temor de que se adentraran en el océano para no volver jamás. Cangrejos y cocos. Los cocos los encontró en una palmera, a la cual tardó tres y sus intentos días en subir. Sólo impulsado por el terror de la muerte y la infinita sed, pudo llegar a la cúspide del alto árbol.
Fue fácil cocinar los cangrejos, pues en una de las maletas halló una lupa. Sumada a ésta la yerba seca, pudo nacer la combustión.
Mientras comía, se distraía observando la marea, y al séptimo día, se le ocurrió usar la maleta como flotador.
De otras dos palmeras consiguió una veintena de cocos. Les sacó el agua con una perforación mínima, apenas del diámetro de un dedo, y bebió todo su jugo. Luego tapó el agujero con el caucho de sus zapatos, dejando a los cocos como una especie de globos.
Rellenó la maleta con los cocos.
Al lanzar la nueva barca al mar, ésta flotó. Fue empujada por una ola y se alejó. Él nadó lo más que pudo; la maleta se le iba junto con sus esperanzas de salir de la isla.
Pudo alcanzarla al fin, casi sin aliento, con el corazón latiendo fuertemente.
Mas Él no era el único con pulso: tierra adentro, entre grandes árboles y piedras, un grupo de aborígenes observó, a detalle, el comportamiento del hombre, al que creían su Dios. Tenían una fe infinita en Él, por eso no lo ayudaron.
El jefe de los naturales, que era el mejor cazador de todos, pronunció, emocionado:
-Ya no enciendan el humo. No necesitaremos que vengan esos grandes navíos: nuestro Dios, que todo lo puede, pudo escapar.
Y se fueron, lanza en manos, con el corazón lleno de gracia, por haber contemplado un acto divino.