Capitán William Roberts ( El corsario )
El capitán William Roberts fue uno de los más famosos corsarios del siglo XVI que como otros muchos y durante años y años se afanaron en abordar las naves de transporte portuguesas y españolas que se aventuraban por las costas antillanas.
Pertenecía al más alto escalafón de la piratería de la época y había sido uno de los fundadores de La Cofradía de los Hermanos de la Costa, agrupación creada y regida por los mismos corsarios para mediar en sus conflictos internos, marcar reglas de conducta, establecer las condiciones de reparto de los botines y zonas de intervención, administrar su particular justicia y unirse para la defensa cuando eran acosados por los barcos de guerra de los países a los que atacaban, con excepción de los ingleses, ya que de todos es bien sabido que los corsarios estaban en convivencia e incluso patrocinados por el gobierno de su graciosa majestad con objeto de desgastar y acosar a las flotas que consideraban enemigas.
Cuando las cosas no le iban bien, se refugiaba en la isla de Tortuga que había sido convertida en inexpugnable bastión con la colaboración de otros famosos corsarios, como Francis Drake, Thomas Cavendish y su gran amigo y compañero de correrías John Hawkins, que incluso llego a ser almirante de la armada inglesa, así andaban las alianzas y protecciones políticas que los gobiernos daban en ocasiones a los fuera de la ley, diferentes a las actuales en la forma pero no tanto en el fondo.
William siempre estuvo muy bien considerado por sus amigos y compañeros de fechorías, fue uno de los mejores, muy decidido en los ataques, muy rápido en la toma de decisiones y muy expeditivo en las matanzas y crueldades, por lo que al estar adornado de esas cualidades, siempre conseguía los mayores y mejores botines lo que redundaba en que tuviera una entregada y fiel tripulación y aunque a veces había algún pequeño motín, al no estar de acuerdo con el sistema de reparto de los caudales conseguidos, tres cuartas partes para él, el capitán, un octavo para la corona inglesa y el otro octavo a repartir entre ellos, la importancia de los asaltos que realizaban (ellos los llamaban trabajos) y su normal éxito al final les compensaba y les permitía memorables borracheras de ron alas que eran tan aficionados y a las grandes bacanales que organizaban en los puertos que arribaban.
Así que todo iba bien, bien para la tripulación, bien para la Pérfida Albión y bien para el capitán, hasta aquel día, 15 de Mayo de 1582, que todos recuerdan, como fatídico algunos y como proverbial otros.
Habían atracado en una pequeña ensenada cerca de La Habana para recoger alimentos frescos y abastecerse de agua potable, era un día esplendido, de los que invitan a pasear y que nuestro capitán aprovecho para acercarse al pequeñito pueblito que se veía un poco mas allá del fondeado barco y que hacía poco había sido fundado, Santa María de la Peña, se llamaba.
Al llegar pudo ver que entre las apenas diez miserables casas de adobe cuan diligentemente se movía el padre franciscano Juan Martin de Toledo y Fuentes Carrionas, que había llegado hacia unas semanas con el encargo de su comunidad de establecer una pequeña capilla que fuera la base desde la que tratarían de extender la fe cristiana a los nativos de esa zona.
El padre Juan Martin tenía fama de ser muy convincente y de poseer una gran labia, condiciones idóneas para la tarea que le habían encargado, se decía de él que era capaz de cambiar de ideas al más tozudo de los hombres.
Por una fortuita casualidad, nuestro buen franciscano y nuestro indomable corsario se encontraron a la entrada del pueblito, primero intercambiaron una intrascendente conversación, después una larga charla en el curso de una frugal comida y a continuación una prolongada estancia de casi una semana en la que tuvieron ocasión de hablar de todo, supongo.
Y fuese lo que fuese lo que el franciscano le dijo, lo que le inculco o con lo que le convenció, el capitán volvió a su barco totalmente transformado, había sido bautizado en la fe católica, había confesado sus tremendos pecados y se había totalmente convencido de haber vivido en el error hasta ese momento por lo que tenía que dar un inmediato giro a su vida y que era la única forma de poder obtener la mayor y mas importante recompensa a la que quería optar, la vida eterna, siempre claro esta (en esto había sido muy claro el bondadoso padre) que cumpliera la penitencia que le había impuesto y que desde ese mismo momento dedicara su vida a servir a Dios.
El convencido y convertido capitán ingles, cumplió de inmediato la penitencia (que casualmente fue económica) entregando como depositario al padre Juan Martin siete repletos cofres de oro y joyas que había acumulado en sus largos años de rapiña, ofrenda que administro de inmediato el piadoso fraile y que le permitió revisar sus iníciales planes y comenzar la construcción de una hermosa basílica y un convento anejo a la misma.
Una vez cumplida su penitencia, el capitán continuo con su “modus operandi” como su confesor le había aconsejado, solo que introduciendo un pequeño cambio, ahora atacaba solo barcos ingleses para no solo ganarse el agrado de Dios sino también el de la Iglesia Católica y para aun mayor servicio cambio la forma de repartir los botines conseguidos, entregaba tres cuartas partes a fray Juan Martin, un octavo a la corona española y el otro octavo a la tripulación y nada para sí mismo pues el obtendría una recompensa muy por encima de lo material.
Y lo mejor no fue solo eso, sino que ya de viejito, cuando ya no pudo seguir navegando y después de muchos años de trabajo para la comunidad católica española, su protector que entonces ya era arzobispo de aquellas tierras le consiguió una bula papal a través de Felipe II, rey de España en esas fechas, en la que se le nombraba obispo adjunto hasta el fin de sus días.
Y es que se ve claramente a través de esta historia que “Los caminos del señor no solo son incomprensibles sino inescrutables para nosotros los humanos”
Fernando Mateo
Julio 2015
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