PRIMEROS AMORES

El primero se llamaba Horacio e íbamos juntos a la escuela. Yo tendría unos nueve o diez años y él también, aunque yo era un poco más alta y aparentaba ser mayor. Me gustaba mirarlo jugar a fútbol en los recreos y me encantaban sus piernas musculosas y hábiles con el juego de la pelota.

Al regreso volvíamos por el mismo camino y yo siempre trataba de ir con él a la par, ya sea retardando o apurando el paso, según la necesidad. Él solía hablarme de fútbol y yo, como no entendía mucho, lo escuchaba y lo dejaba hablar.

Así comenzó nuestra amistad, que se extendió por varias semanas. Como cortábamos camino por una placita que tenía unas hamacas, se nos dio por columpiarnos un poco a la pasada, cosa que repetíamos cada vez que volvíamos de la escuela. Comenzamos despacio cruzándonos en el constante vaivén de las hamacas, mirándonos y riendo en cada cruce. Más tarde jugábamos carreras para ver quién llegaba más alto con su hamaca, y después de un corto entrenamiento, llegamos a tocar juntos las ramas de algunos árboles que había en la placita.

Esto se prolongó durante un tiempo hasta que un día, hacia fines del invierno, descubrimos que habían podado el follaje de los árboles. Entonces el juego perdió su encanto y nuestros encuentros se espaciaron. Él se quedaba charlando -a veces discutiendo- con sus compañeros de fútbol, y yo tuve que volver con mis amigas de siempre cuchicheando nuestros asuntos.

Ocho o nueve años más tarde conocí a mi verdadero primer amor. Se llamaba Pablo y nunca lo he podido olvidar. No practicaba deportes, pero en cambio era muy hábil con las manos. Con él también nos columpiábamos y en esa ocasión lográbamos transportarnos mucho más alto que las ramas de los árboles. No tardamos en alcanzar las nubes y hasta pudimos llegar juntos a ese lugar llamado paraíso.